Ceguera del amor

Para Elizabeth García

 

Después del vodka comencé a perder la vista.

Fue mientras bebía con ella, en aquel departamento de Peralvillo. Recuerdo que tras brindar se nubló mi panorama de golpe. «Voy al baño», le dije entonces, y me levanté despacio, dejé el vaso en el piso, pero desde el primer paso tropecé con lo que estaba a mí alrededor; incluso tiré el cenicero que estaba en una mesita de centro. Llegué a la taza después de arrastrar mi hombro contra la pared por el pasillo y de tantear el aire con las manos para no caerme; intenté varias veces prender la luz cuando ya tenía la orina –del susto– en la punta. Sin querer me manché el pantalón.

—Me quedé ciego.

—No chingues, pinche ciego mamón.

—Es neta, no veo ni madres.

—¿Ves esto? —A juzgar por el tono de su voz, atiné que me hizo un pito con el dedo.

—Chingá, te juro que no veo.

Como no me creyó, pese a verme la mancha en los pantalones y decir que era un marrano, tuve que ir a la cama (a tropezones) con mi reciente ceguera.

___

Al día siguiente reparé en que seguía igual. Abrí los ojos y no veía ni madres. Ni quitándome las lagañas conseguí ver un poco. Palpé junto a mí, para saber si ella seguía ahí o si se había largado, y por fortuna me topé con sus nalguitas desnudas. Ya estaba despierta.

—Oye, sigo ciego. Creo que debo ir al doctor.

—Sigues… pero con tus mamadas, cabrón.

—Que la chingada. Hazme una pinche prueba, no veo.

Se levantó, me di cuenta por el movimiento del colchón y porque sus blancas nalgas (tonalidad que conocía de sobra) ya no estaban. Escuché cómo caminó hacia al baño de la recámara, orinó y le jaló al retrete sin hacer caso de lo que yo decía. Alrededor de media hora permanecí ahí, en espera de su ayuda. Hasta que opté por gritarle:

—¿Puedes ayudarme? ¡Estoy ciego!

A lo lejos escuché su linda voz mañanera decir:

—No estés chingando, lo único que quieres es coger.

Fue hasta que me levanté y comencé a caminar (como a la otra media hora, después de tallarme un rato los ojos para ver si eso funcionaba) que ella me hizo caso. Me estrellé contra las paredes y los muebles de su habitación.

—Deja de actuar como ciego y vete a trabajar, pinche huevón.

Ella sabía de mi holgazanería y pensó que se trataba de una más de mis tretas para faltar al trabajo. Pero no era así.

—¡Ah, que la chingada! No estoy fingiendo. Compruébalo.

Por primera vez noté en su silencio una duda que aprobaba parcialmente mi versión de los hechos. Me hizo una prueba: Se alzó la blusa y, como no llevaba sostén, dejó los senos al aire. Eso lo supe después, pero el punto es que intentó excitarme, como siempre lo hacía. Pero no lo consiguió:

—¿Qué pasa, por qué no dices nada?

—¿Nada sobre qué?

—No te hagas pendejo.

—¡Puta madre! Ya te dije que no veo. ¿Qué hiciste?

Eso fue suficiente para que me guiara al coche, me subiera lentamente, cuidando que no me golpeara la cabeza, y me llevara al servicio público de salud más cercano.

___

—Doctor, cómo no voy a tener nada. No lo veo.

—Seguramente, debido al aroma que percibo en usted, su ceguera se debe a una profunda borrachera —dijo aquel hombre mientras apuntaba algo; sonaba el desliz del lápiz o pluma sobre el papel.

—Qué pasó doctor, si yo aguanto un chingo. Nunca me había pasado.

—No lo dudo, pero esta vez ha mermado totalmente su visión al consumir alcohol de tan baja calidad.

Después de mentarle la madre, salimos hacia un hospital privado. Por fortuna ella no me pidió como prueba conducir el coche: sentía el sangoloteo del asiento por cómo iba esquivando y rebasando a toda velocidad por la carretera, y escuchaba la furia de su palma sobre el claxon uno, dos, tres segundos. Me llevó casi cargando hacia la sala de espera una vez que llegamos. Un niño que estaba sentado en alguno de los asientos se rió de mí (escuché su risita) por mis zapatos dispares. Es que tampoco vi lo que me puse antes de salir: ella no me lo advirtió y alcancé a oír que también se burlaba, por más que quiso hacerlo discretamente.

Entramos al consultorio.

Por la voz, pensé que era doctora. Después supe que era el doctor Moncada.

—Mira, tu ceguera no tiene una explicación «a primera vista» —dijo después de revisarme los ojos con su lamparita y se rió—. Todo parece normal. Habrá que hacerte los estudios pertinentes para determinar qué te pasa.

—Espero que no me haga gastar en balde, doctora —y ella, mi vieja, me soltó un madrazo en la pierna para advertirme que me comportara, pero yo qué iba a saber si era o no mujer.

—Desde luego que no. Háztelos mañana en esta misma clínica y en una semana tendrás los resultados. Yo te llamaré para entonces.

___

Así pasé los siete días siguientes, con ella cuidándome todo el tiempo. Era algo extraño, sin duda: nunca me había tratado así. Me llevaba el desayuno a la cama, me pasaba el control de la tele, que no veía, pero sí escuchaba. Me llevó a hacerme los estudios… Hacía casi todo por mí.

«Así, quisiera estar ciego para siempre», pensaba aquellos días aciagos. «Pero tal vez es cosa temporal», me decía. En realidad, no sabía qué pasaría conmigo y con la ceguera inexplicable que me hizo reflexionar sobre mi relación con ella.

—Chaparro, ponte bien de cañón que así no te puedo limpiar bien —me decía ella cariñosamente cada que me limpiaba el culo.

Hasta me compró un bastón plegable para no tropezar con todo lo que tenía de frente, como lo hice los dos primeros días. También me compró unos lentes oscuros.

Poco a poco comenzaba a acostumbrarme a la vida de ciego, que inicié con ella y al cuarto día continué por mi cuenta. En el metro me cedían el asiento, los autos me dejaban pasar sin tener que correr, jovencitas me daban el brazo para llevarme a alguna calle.

Esa semana también me dijeron que les era inservible como visor en las fuerzas básicas del club de futbol en el que trabajaba. Era un invidente profesional; ella mantuvo todos los gastos de la casa esa semana tan extraña.

Hasta que llegó el día de los resultados.

Llamaron por teléfono. Yo contesté:

—Señor, habla el doctor Moncada. Necesito hablar con usted en privado sobre sus estudios. ¿Podría venir esta tarde al consultorio?

En ese momento, de repente, recuperé la visión.

___

No sabía si decirle a ella o no. Opté por no hacerlo y fingir. En toda nuestra relación, nunca me había sentido tan bien a su lado. No me costó trabajo hacerlo: en una semana me hice de los trucos más comunes de los ciegos. Lo difícil fue reacostumbrarme a ver: todo reapareció frente a mí de sopetón.

Como ya había viajado solo por la ciudad con mi bastón plegable, ella no tuvo problemas con quedarse en casa cuando le dije que iría solo con Moncada, que no se preocupara y que terminara de hacer el trabajo que tenía pendiente por mi culpa. Llegué al hospital muy rápido, realmente no es tan sencillo eso de no ver cuando se ha visto siempre.

Pasé directo con él, no había nadie en su pequeña sala de espera.

—Señor, tengo sus resultados —Moncada me entregó un sobre donde estaba el diagnóstico. Era un documento muy detallado y técnico que a primer vistazo no entendí. Lo tomé pero se lo devolví de inmediato.

—Doctor, sigo ciego. No puedo leer los resultados.

—Tiene razón. Debo decirle que… no hay una explicación para su ceguera. Si quiere podemos continuar con las pruebas. El tratamiento llevará más tiempo de lo previsto.

—Me parece muy bien. Haga lo que tenga que hacer—le dije y, tras despedirme luego de un breve silencio, salí de ahí alargando mi bastón plegable.

Nunca volví.

A ella le platiqué la verdad: lo que tenía era incurable. Fue que miré en su rostro lo que nunca: una expresión de apoyo y compasión. Sentí feo cuando me dijo:

—Estaré contigo, aunque seas un pinche ciego.

Así que cada día fingí mi ceguera. Fue un pequeño sacrificio para que ella me demostrara su amor, oculto detrás de una inmensa capa de insolencia.

Hasta que un día volvimos a beber aquel Vodka. A media botella, comencé a perder la vista de nuevo.

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