Relaciones secundarias

José cerró la puerta del salón con los huevos en la garganta.

Adentro ya estaba la maestra Raquel con las nalgas recargadas en el escritorio, la blusa desabotonada y la falda arriba de las rodillas. Era la segunda vez que le tocaba cogida al muchacho de quince años que cursaba tercero de secundaria y que estaba a punto de reprobar el año. Ella, su profesora de Español, tenía treinta y ocho años y dos hijos: uno de nueve y otro de seis; además de un esposo que no la satisfacía en la cama porque, decía, siempre llegaba muy, muy cansado del trabajo.

A Raquel le gustaba poner las reglas; no era como esas niñas que se dejaban dedear en cualquier llano. Era un adulto, que aunque accedía a ser penetrada por muchachitos en los salones, imponía respeto.

A él, en parte, le interesaba pasar las materias. Pero lo que realmente le gustaba era coger, aunque le daban muchos nervios ser descubierto por alguien.

El joven salió del aula de la secundaria “José de Jesús Calderón Quesada”, en Tultepec, con el pito embarrado de la venida blancuzca de su maestra, y un poco más tranquilo. Iba acomodándose los pantalones dificultosamente a medio pasillo, cuando alguien le habló.

—¿Te chingaste a la Raquel, verdad? Pinche vieja urgida, la otra vez me agarró la verga, como que no queriendo, mientras me calificaba la tarea.

Era el Drogas, su cuate desde la primaria.

A él no le podía guardar ningún secreto.

—Me dejó toda mojada la reata, güey —respondió José.

Bajaron las escaleras –estaban en el segundo piso del edificio que tenía tremendas cuarteaduras, propensas a derrumbarse con un sismo de cualquier número en la escala de Richter– y se reunieron con la banda al centro del patio. Ya era la hora del recreo.

—¿Te la cogiste de a pelo?, ¿qué tal si se queda en Barcelona, güey? —comentó extasiado y nervioso el Drogas.

—No mames, me puse la bolsa de pan Bimbo, namás quería mi diez en Español. Con eso de que los culeros de la prepa popular me andan chingando, ni chance me ha dado de estudiar —respondió José, mientras mordisqueaba su torta de tamal verde que no se acabó en la mañana.

En las últimas semanas, José se había metido en pedos con jóvenes de las escuelas aledañas. Se encargaba de rolar unos viajes, que ellos le daban, pero que no les había pagado. Pensaban que se los había chingado él solo y sin fletarse, pero a él le gustaba la mona (le salía gratis y sabía rico, decía) con solventes del taller mecánico donde trabajaba los fines de semana, y no necesitaba de otro jale.

Mientras daba el rol por el patio con sus cuates en lo que se acababa el descanso, Laurita, la chava más buena de la secu, pasó frente a los ojos de José. Era su amor platónico: una niña que le tiraba a la clase media, que adornaba su cabello con moños rosas y que olía a perfume. Él se imaginaba que la panocha le olía igual, y eso lo ponía calientísimo.

—Laurita, ándale, sé mi novia, vas a ver que sí se cogerme a una vieja —le decía José cada que se armaba de valor para declararle sus sentimientos. A pesar de vivir en un ambiente de “familia disfuncional”, como decía la orientadora de la escuela, (el papá de Laurita era un policía judicial “corrupto y violento que sacaba adelante a su familia mordiendo a cuanto sujeto detenía, por cualquier causa”, como definió una vez la orientadora a aquel hombre), Laurita aún guardaba cierto sentido de la virginidad y siempre denegaba a las invitaciones que Pepe le hacía.

Pero esa tarde, José volvió a intentarlo.

Se acercó a ella por la espalda y le cerró los ojos. Ella no pudo hacer más que reírse y trató de adivinar quién le hacía tal broma. Las manos olían a una extraña mezcla entre pescadería y tíner, por lo que supo de inmediato que se trataba de Pepe. Entonces lo ignoró y siguió su camino. Él la siguió sin exasperarse, esperanzado por un “sí”.

—Déjame Pepe, ya te dije que no, tengo mucha tarea que hacer, ya no me molestes —le gritaba Laurita a dos pasos de distancia. El contoneo de su falda de colegiala le infundía al joven una erección inmediata que le impedía detenerse.

—Mira, mira como la traigo bien parada —le dijo, pero sonó la campana que indicaba el regreso a los salones. Tuvo que aguantarse hasta la hora de la salida para volverlo a intentar: ya habían pasado muchos días de rogarle y nomás no se le hacía ni un besito.

___

Las horas siguientes las pasó aburrido, como siempre, haciendo dibujos en su cuaderno y mirando el reloj, esperanzado en que avanzaría más rápido, en que con el poder de su mente podría moverlo.

—Te acompaño a tu casa —le dijo José a Laurita cuando por fin fue la hora de la salida.

—No.

—Ándale, vas a ver qué rico te mamo la panochita.

—¡Que no, Pepe! —la propuesta de José era abrumadora para ella. De solo escucharlo se humedecía: siempre dejaba una mancha amarilla en los calzones, pero no podía ceder a las tentaciones, como decía su padre, o en casa le iría como en friega.

Así que el joven se fue tras ella hasta que llegaron a la cuadra donde la muchacha vivía. Se detuvieron enfrente de una tienda, que estaba justo en la esquina de la pequeña avenida principal, Adolfo López Mateos. Pepe la tomó de los hombros, pero fue inútil: Laurita lo seguía rechazando. Durante el jaloneo, don Rodolfo, el padre de la joven, pasó en su patrulla. Se iba chingando una torta de pierna con chorizo cuando pensó de súbito: “Ese hijo de la chingada que se trae con mija”. Con tremenda habilidad para una panza chelera de tal volumen, el hombre, de apellido Guarneros, bajó de su unidad, corrió hacia el muchacho y lo tomó por la espalda, sometiéndolo completamente con un madrazo en la cabeza. Casi inconsciente, José cayó al suelo. Alrededor, la gente no hizo comentario alguno: todos conocían a don Rodolfo y preferían no meterse con él.

—A ver, hijo de tu puta madre, qué traes con mija.

—¡Nada, señor, yo la quiero bien!

—Tú nomás te la quieres coger, hazte pendejo. Conozco a los culeritos como tú, pinche monoso cabrón. A ver chamaca —se dirigió a Laurita—, vete a la casa o a ti también te va a tocar.

Entonces, como por un milagro, la maestra Raquel pasó por la López Mateos en su Volkswagen Sedan modelo 90 color blanco, justo a un lado de los hechos. Se detuvo en cuanto vio a su joven amante en manos de aquel policía abusivo.

—¿Qué chingados le pasa, viejo pendejo? —gritó Raquel desde su coche a un don Rodolfo que subía impunemente al muchacho en la patrulla.

—Mire, señorita, este cabrón vende drogas en la secundaria: trae como medio kilo de marihuana y unas pastillas en la mochila. Vamos a llevarlo al Ministerio Público, para ver que dicen las autoridades —dijo el hombre, para no dar paso a ninguna réplica.

—Pues yo voy con él, señor, espérese —gritó la maestra, quien tuvo que seguir a la patrulla que no se detuvo para cerciorarse de que llevaría a José al MP que estaba muy cerca de ahí.

___

Manejaron apenas cinco minutos cuando, tras el volante, la mujer observó cómo don Rodolfo se alejó con rumbo a la carretera que llevaba a Tultitlán, y detuvo el auto junto a un terreno baldío. Ella también se detuvo, a la distancia que había tomado desde que inició el recorrido. Desde allí vio como el hombre se bajó de la unidad, como le decía, para abrir la puerta trasera, donde iba José.

También miró en esas milésimas de segundo cómo el joven fue sacado por las greñas y tirado al piso, para después ver, todavía con las manos sobre el volante, las patadas a sus costillas y los puñetazos en la cabeza y la espalda. Vio al joven enconcharse, cubriéndose la cabeza con ambas manos para evitar los golpes; miró el polvo que brotaba de aquel piso terregoso que ensuciaba el uniforme de Pepe y las botas de don Rodolfo, quien de pronto acabó o se cansó y dejó ahí tirado al muchacho.

Por mucho pasaron otros cinco minutos para que Raquel mirara la unidad alejarse y fue hasta entonces que pudo bajarse de su coche para ayudar a Pepe. Lo vio todo ensangrentado en el suelo, inmóvil y sin habla, así que la mujer llamó a una ambulancia.

—No tardan, mi vida —le dijo—. Ya verás que todo va a salir bien.

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