Lo vi entrar. Daba pequeños pasos como si tuviera atada una cuerda entre las pantorrillas. Solo. Lo vi entrar, buscando, y de pronto se cruzaron nuestras miradas. Nos saludamos: cada uno levantó y sacudió su mano derecha; después caminé hacia él. Tu maestro, fue lo primero que dijo, y señaló al féretro. Gracias a ti lo conocí, le dije, y caminamos hacia las sillas; lo ayudé a sentarse. Estaba muy delgado, encorvado, con un brazo inmóvil. Sin duda no era el que había conocido. Hace dos años me dio un derrame cerebral, me separé, vivo solo, no tengo dinero. Estoy acabado. Eso dijo, con esa voz que corroboraba su aniquilamiento. Luego lo ayudé a levantarse y caminó, despacio, por un café. Cuando regresó me preguntó por ella. Gracias a ti me hizo caso cuando no era nada en su vida, como lo soy ahora, quise decirle, pero preferí escucharlo un poco más hablarme de eso y de otras cosas. Hasta que alguien llegó a saludarlo y se lo llevó afuera. Lentamente, caminando como si tuviera atada una cuerda entre las pantorrillas, lo vi salir.
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