Pensamos que con eso sería suficiente para obtener la fama y fortuna que siempre quisimos.
Pero no fue así.
Empezamos a tocar a inicios del año 1994, cuando todos creían que para el 2000 se iba a acabar el mundo.
—¿Oigan, y si armamos una banda? —les dije a mis cuates.
Aceptaron de buena gana pues hasta entonces ninguno había tenido novia, y tener una banda era lo más cercano a conseguir una.
El problema era que ninguno de nosotros sabía tocar un instrumento. Es más, apenas habíamos escuchado algunos discos, aunque eso ya es mucho decir. Éramos bien fresas. Nos conformábamos con los éxitos de la radio; artistas pop dominaban las listas.
Así que empezamos sacando covers de Juan Gabriel y de Arjona –en aquel momento nos parecían los mejores letristas– porque era lo único que podíamos tocar con nuestras escasas habilidades. Ensayábamos en la casa del Firulais, el bajista. Su papá nos prestó esos y otros discos «de verdaderos artistas» para que «fuéramos agarrando cayo», nos decía. Aunque esas canciones lo único que hicieron fue entorpecernos más.
—Estoy harto de tocar «Querida». A la mierda, saquemos algo de punk —dijo muy encabronado el Chokis, nuestro bataquero—. Miren, acá traigo una rolita de Maná.
Era la de «porque me vale, vale, vale, me vale todo». Estaba bien perra de sacar. Ninguno de los cuatro fue capaz de tocar siquiera diez segundos de la rola. Además, no estábamos plenamente convencidos de que eso fuera punk. Éramos vírgenes hasta de los oídos.
Hasta que escuchamos a los Misfits.
Teníamos 17 años.
El Firulais se encontró uno de los discos de esa banda en el tianguis de los sábados (el Legacy of brutality, para ser precisos) y nos lo vino a enseñar a todos, repinche extasiado. Bien pudo llevarnos unas revistas porno para jugar a ver quién lanzaba más lejos su venida, pero el compita decidió llevarnos un disco del más corrosivo hardcore-punk que se haya hecho jamás.
—No mamen, topen este desmadre. Esa si es música del diablo, no sus mamadas de Gloria Trevi.
Después nos enteramos de que The Misfits no eran satánicos, que la temática de sus rolas en realidad versaba sobre monstruos y fantasmas, no sobre Satanás (bueno, sólo algunas de sus piezas lo hacían). El punto era que tocaban chingón y bien rápido.
Queríamos ser como ellos. Así que necesitábamos clases o necesitábamos tomar otro camino.
No optamos por ninguna de las dos, sin embargo. Seguimos ensayando desafinados, con ampollas en los dedos y con mucha, mucha indisposición. Porque a las dos o tres rolas que no nos salían nos poníamos a jugar Super Nintendo, o a ver la tele. O competíamos a ver quién aventaba más lejos un gargajo. Quien le diera a una persona en la cabeza (al principio ensayamos en un cuarto de azotea) obtenía mil puntos.
Yo siempre perdía en esos pinches juegos.
Ah, y yo era el guitarro.
A mis padres les emputaba mucho que me quisiera dedicar a la música y que quisiera imitar a unos gandules como los Misfits.
Una vez, mientras mirábamos la televisión, me empezaron a sermonear:
—Mira, hijo, la música es sólo para los clásicos —comenzó su perorata mi papá—. Si no tocas el violín o algún instrumento de viento, tu futuro en ese campo será una enorme pérdida de tiempo y una terrible insatisfacción.
Quién iba a decir que tendría razón.
Pero en ese momento la rola de Maná retumbaba en mi mente: «me vale, vale, vale, me vale todo».
—Sólo los holgazanes se dedican al rock, hijito —empezó mi mamá—. Podrías, mejor, meterte a clases de canto y ser un gran artista como Luis Miguel.
Una bala en la cabeza de Luis Donaldo Colosio interrumpió a mis padres. La noticia era en vivo y en directo. Yo no sabía mucho de política: mi vida eran los videojuegos y las chaquetitas que me hacía cada que podía con las revistas Eros de mi papá.
De plano mis padres se ensimismaron en la televisión y dejaron de sermonearme: «La muerte de Luis Donaldo Colosio es un suceso imperdonable. No puede quedar impune.» No me acuerdo qué cabrón dijo eso, pero la frase no la olvidé porque inmediatamente después se me ocurrió el nombre de la banda.
—La Muerte de Luis Donaldo Colosio, ¿qué les parece? —les dije a mis cuates.
Pero nadie sabía quién era él. O quién había sido. Después de explicárselos (me puse a ver las noticias), me dieron su visto bueno.
—Sí, que tenga un crimen, eso suena muy violento —dijo el Chokis. Estaba alucinado con que nuestra banda de verdad fuera como los Misfits.
—Suena padre —dijo nuestro vocal, el Ken, quien era el más fresa de todos, pero el más afinado para cantar, eso sí. Su mamá decía que tenía «bonita voz».
Así que, como dije al principio: teniendo un buen nombre, lo demás no importaba.
*
Aún conservamos las máscaras de Salinas de Gortari y de Colosio que compramos por aquellos años. Tocábamos con ellas puestas. Era un pinche infierno hacerlo. Acabábamos con las caras empapadas. Hoy en día cualquiera toca con máscaras, pero nunca con unas de hule corriente y pintura vinílica barata. Ahora están todas roídas, apenas y aguantaron el sexenio.
A base de ensayos aprendimos a tocar. Pasamos de Juan Gabriel a los Creedence, Led Zepellin, Bee Gees, El Tri, Botellita de Jerez, Ataque 77 y Los Misfits. Por fin pudimos tocar una de ellos. La de «Green Hell». Si de por si la versión original es escandalosa, la viciadez de nuestros mini amplis provocaba un pandemonium y el disgusto de quienes nos alojaban en sus hogares católicos durante los ensayos. Porque éramos unos nómadas sin un lugar fijo de práctica. Pasamos por todas nuestras casas ensayando los sábados en la tarde, molestando a todos y cada uno de nuestros vecinos.
—Hola gente bonita, les habla La Muerte de Luis Donaldo Colosio… —decía el Ken antes de empezar y eso era suficiente para que mandaran llamar una patrulla. Si nos hubiéramos llamado «Los hijos de Satanás» habrían hecho menos pedos. A tiro por viaje nos mandaban callar, nos bajaban el switch, nos desconectaban los amplificadores.
Porque tocábamos del carajo, decían. Pero cómo íbamos a mejorar si no nos dejaban ensayar.
Hasta que un buen hombre, un buen día, se fijó en nosotros. Le decían Doctor Reynosa. Ya ruco, de mata y barba largas, canosas, con aroma entre café y cigarro. Tenía un tremendo problema de estrabismo y por esa razón nunca se quitaba sus lentes negros.
Él nos vio en nuestra primera tocada, a dos cuadras de la casa del Ken. Era la cochera de uno de nuestros amigos de la prepa trunca. Ahí estaba el señor: se metió de contrabando porque nadie lo había invitado. Éramos la sexta de quince bandas que tocarían.
Nadie tenía idea de que nosotros tocábamos.
Después de nuestra pútrida actuación, en la que terminamos siendo los últimos, y ya sin gente, el Doctor Reynosa se nos acercó:
—Yo los haré famosos, pinches escuincles culeros. Traen con queso las quesadillas, me cae.
*
Pensábamos que se trataba de una broma, pero el Doctor Reynosa era amigo de muchos músicos de diversas bandas del país entero. Y no solo eso: conocía managers, disqueras y hasta groupies. De todo. Nos dijo que sólo nos faltaba un poco de ensayo, pero que con ese nombre y esas ganas la podríamos hacer en grande en la escena del rock nacional.
En primera nos invitó a ensayar en su casa. Una pocilga mugrienta en el centro, en la que apenas había luz eléctrica. Pero había y con eso bastaba. El Doctor Reynosa no tenía vecinos, afortunadamente, así que pudimos ensayar a nuestras anchas todos los días, hasta los fines de semana. Pulió nuestros gustos, nos orientó por el camino del bien, y de nuestras influencias rescató que nuestros padres espirituales hubieran sido los Misfits.
—Esa pinche banda es remalvada —nos dijo.
Así estuvimos durante cinco años, con el Doctor Reynosa como nuestro gurú en el camino musical del rock de los noventa. Gracias a él grabamos, con uno de sus tantos contactos, un pequeño demo (Salinas tuvo la culpa), y tocábamos hasta donde no nos invitaban.
El nombre de La Muerte de Luis Donaldo Colosio se fue ganando un nombre.
—¿A poco tú tocas en La Muerte de Luis Donaldo Colosio? —nos decían.
Y eso nos llenaba de orgullo.
Éramos una banda muy unida, debo aclarar, pese a la sed de triunfo que dizque nos embriagaba. Pues cómo no, si estábamos día y noche juntos, no estudiábamos ni trabajábamos, y seguíamos compitiendo a ver quién dejaba más mequeada la almohada del Doctor, quien para entonces ya era una especie de padre para nosotros.
Así que teníamos un chingo de tocadas, rolábamos el material, sonábamos en la radio, nos empedábamos, fumábamos un poco de mota, fajábamos unas chavas, y así infinitamente. De lo que me acuerdo.
No fue muy distinto hasta que llegó el año 2000. El año del fin del mundo y del cambio electoral. El partido que nos había dado nombre salió del poder y entró uno bastante mocho. Más que nuestras mamás, que votaron por él.
(Nosotros no votábamos, iba contra nuestra naturaleza.)
En fin, que un día llegó el Doctor Reynosa, periódico en mano (el presidente Fox había declarado: «No me gusta el rock, prefiero las rancheras»), y nos dijo:
—Chamacos, ésta es su pinche oportunidad de brillar.
*
Sacamos el álbum Que se mueran los panuchos bajo la producción del mismo Doctor Reynosa. Fue un material clandestino desde su origen, grabado en su casa con una consola de diez canales. Tenía ocho rola de absoluto punk en contra del gobierno en turno. Nosotros seríamos el verdadero cambio, nos repetía el viejo las dos semanas que estuvimos encerrados trabajando con él.
Distribuimos el disco mano a mano, entre el Doctor y nosotros. A cada lugar que íbamos, cada cinta que entregábamos, maquilada por nuestras, hasta entonces, huevonas manos. En aquellos años era más caro copiar en cds, pero me contaron que algo de nuestra música salió en ese formato. A nosotros no nos importaba, la neta, el punto era hacernos oír.
Fue cuando nos cayeron los judiciales. Pensábamos que la censura y la violencia desde el gobierno eran un mito urbano hasta que llegaron a sacarnos de nuestras casas (todo el tiempo, esos cinco o seis años, seguimos viviendo con nuestros padres) en unas naves blindadas y con unos sujetos de caras cicatrizadas por los navajazos de la vida.
—Ustedes son… —dijo uno de ellos y se detuvo. Acto seguido nos mostró una hoja de papel. En él decía «La Muerte de Luis Donaldo Colosio»— tengo prohibido pronunciar esas palabras.
El Doctor nos dijo en los separos a los que nos llevaron que lo estábamos logrando, que eso nos iba a convertir en ídolos vivientes. Que el gobierno nos hubiera buscado para acallarnos era un hecho histórico.
Nuestro entusiasmo era equiparable al de él y nuestro valor nos permitía enfrentarnos a cualquier cosa, pensábamos.
Hasta que nos dieron una putiza «por revoltosos». Eso nos bajó los huevos de un jalón. Nunca habíamos pisado una prisión ni para visitar a alguien, y la primera vez nos partieron así la madre. Fue tan culero que he decidido no narrárselos, chavos. Se nos acusó de atentar contra la soberanía del Estado y de alterar el orden público (nuestras tocadas eran desmadrosas, pero no era para tanto). Además de que, lo más grave, decían, abiertamente nos mofábamos de la figura pública del presidente y cuestionábamos la legítima muerte del excandidato por un balazo disparado por un perfecto desconocido del gobierno.
Fue que el Doctor pidió apoyo en todas partes, argumentó nuestra libertad de expresión, pero nada funcionó. Nadie nos quiso ayudar y no teníamos dinero para un abogado, ni nosotros ni el Doctor (quien vivía al día y con la misma ropa siempre), y nuestros padres ni sabían que andábamos en esas, pensaban que estábamos ensayando. El Doctor se movió entre todos sus contactos, pero lo único que pudo evitar fue nuestro traslado a un reclusorio. Lo que sí consiguió fue el contacto de la, en ese entonces, joven y bella Lucía Winston, la defensora de los derechos humanos.
—Jóvenes —nos dijo al segundo día de encerrados—, tras varias negociaciones he podido conseguir algo que los salvará de diez años de cárcel. El gobierno cooptó a la prensa y a otras instituciones de justicia para satanizar a agrupaciones como ustedes, pero a nosotros no —y continuó—: lo único que tienen que hacer es cambiarse ese aberrante, perdón (cof, cof), ese nombre tan contestatario.
El Doctor Reynosa dijo que primero muertos a hacer algo así. Nosotros pensamos lo mismo. No podíamos darle ese gusto al gobierno. No una banda de punk como la nuestra. Le dijimos a Lucía Winston no gracias, primero nos desintegramos antes de cometer ese atentado contra nuestros principios.
*
Ahora que lo pienso habría sido mejor acabar ahí encerrados.
Teníamos 23 años y nos habíamos resignado ya a que íbamos a envejecer tras las rejas, pero un día después de hablar con la Winston nos sacaron de los separos. Un alto mando de la policía se apiadó de nosotros porque a su hija le gustaba una de nuestras rolas, la más romántica que hicimos, llamada simplemente «A dónde vas, Martita» (letra del Ken), y le pidió que nos sacara cuando escuchó a un locutor de radio mencionar el hecho en su programa, justo antes de poner esa canción.
El alto mando nos puso la condición de tocar en la fiesta de 15 años de su hija, gratis, si queríamos salir.
No fue problema porque todo ese tiempo tocamos sin cobrar. La bronca fue que llegamos a la residencia de este señor y había puros morritos y morritas ricos que no gustaban de oír tamborazos. Recuerdo que empezamos con «El bigote de Vicente se parece al de Lucifer» y todos empezaron a irse, medio espantados, medio asqueados. Los únicos que nos escuchaban eran el alto mando y su hija, junto con unas amiguitas suyas. Todas bonitas como ella. La verdad nos las queríamos coger (ya habíamos cogido algunos de nosotros para entonces, no vayan a creer que no; la poca fama que tuvimos medio nos sirvió de algo) pero el Ken era el vocal y el más agraciado, y la niña hija del alto mando se moría por él.
Terminó embarazándola y casándose a huevo con ella o se lo quebraban. Así fue que se salió de la banda. Acabó trabajando para su suegro, según me enteré añitos después.
Los demás se salieron por distintos motivos: el Firulais, el bajista, consiguió una chamba con la que pudo irse de su casa, pero con la que tuvo menos tiempo para ensayar. Siempre ponía pretextos y un día de plano no regresó. El Chokis, nuestro bataquero, comenzó a interesarse por la cumbia y esos bisnes, y me dijo una vez que ya no le
latía esto del rock duro, que lo suyo era la bailada, y que ya no valía la pena si sólo éramos dos (yo tocaba la guitarra y cantaba, él tocaba la batería. No había bajo).
Sólo quedé yo y mi pendeja conciencia.
Sí, muchachos, sí lo intenté con una nueva formación, pero la neta ya no había esa magia. Esos ojetes, los nuevos, la neta no le echaban ganas, no sentían el mismo amor que tuvimos al inicio los originales, y poco a poco nuestras rolas dejaron de sonar y nosotros dejamos de tocar porque ya no nos invitaban a nada. Ensayábamos muy poco a comparación de nuestros años de gloria, y la neta pensaban que éramos una banda imitación de La Muerte de Luis Donaldo Colosio.
A esto súmenle que desde que se salió el Ken el Doctor Reynosa poco a poco dejó de echarnos la mano. Ya están huevudos, cabrones, chínguenle por cuenta propia si quieren triunfar, pero que les quede claro que su momento ya pasó, nos dijo, y de a poco dejó de frecuentarnos hasta que de plano le perdimos la pista.
Les digo, de nada sirve contarles esta pinche historia. Ya pasaron muchos años, estoy viejo, y de la banda sólo quedan mis recuerdos. El demo y el Lp los deben tener solamente coleccionistas trasnochados. Ni yo tengo mis copias. No, no sé si los demás las tengan. Pero ya, perdonen el debraye. Eso sí, piénsenlo bien antes de querer formar un pinche grupito, que eso era lo que me estaban preguntando.
Texto publicado orginalmente en el periódico El Financiero.
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