El regreso del salvador

A los 33 años se me reveló que yo era la reencarnación de Cristo. Fue en un sueño. Llevaba ya siete días en ayuno y entonces sucedió. Escuché una voz celestial que claramente me dijo:

—Es momento de que regreses al mundo y adviertas a los hombres que ya es tiempo de cambiar, antes de que el fin de los tiempos arribe.

Era Dios, sin duda.

Desperté muy agitado y nervioso. Aunque Dios no mencionó nada sobre sacrificar mi vida, comencé a dar la palabra que él mismo me dijo entre sueños. Fui a las plazas, a los centros comerciales, al transporte público, a todos los lugares en donde hubiera mucha gente y ahí me ponía a gritar:

—Mi padre me ha dicho que les advierta que es momento de cambiar antes de que el fin de los tiempos llegue a nosotros. ¡Soy la resurrección de Cristo!

Pero nadie me hacía caso. Solo una o dos personas me miraban porque por ahí iban caminando. Seguramente algunos farsantes habían tratado de engañar a la gente antes diciendo que eran el regreso del salvador. Al mismo Cristo se le tachó de eso. De farsante. Pero yo era real. Me había hablado Dios en mis sueños.

Lo único que estaba mal era mi apariencia. Por esa razón la gente no me tomaba en serio. Así que opté por parecerme, aunque fuera un poco, a Jesucristo. Ya tenía la barba y el cabello un tanto largos, sólo me conseguí una tela para formar mi túnica, me puse unos huaraches, y con eso pude continuar con mis predicamentos. Al menos llamaba la atención. Algunas personas se detenían a escucharme. Yo nomás gritoneaba: «Mi padre me ha dicho que les advierta que es momento de cambiar antes de que el fin de los tiempos llegue a nosotros. ¡Soy la resurrección de Cristo!». Y la gente se iba mascullando quién sabe qué.

Entonces traté de comunicarme con mi padre para que me dijera más, para que no me quedara callado en medio de la muchedumbre.

—Padre, ¿por qué me has abandonado? —le grité una vez, en medio de la misa del obispo de la localidad—. Escúchame aquí, en tu hogar, en tu templo, en el lugar que los hombres construyeron para honrarte, ¡escúchame!

Los fieles que estaban ahí, incluido el obispo y sus ayudantes, me observaron como a un loco. Fue en ese momento que me iluminé. De pronto me di cuenta que yo mismo podía articular un discurso convincente que atrajera algunos seguidores. Que quizá ese era el plan que mi padre tenía para mí: darme las armas verbales para persuadir a las personas sobre mi verdad.

De que soy Cristo.

—Acompáñenos, señor.

Dos hombres con sotana me tomaron por ambos brazos y me llevaron afuera del templo. La gente comenzó a gritar, enardecida, que debían apresarme porque era un desquiciado, un mentiroso, una burla a sus creencias.

Perdónalos, padre, no saben lo que hacen, pensé.

—Ya hemos tratado con gente como usted antes. Al señor no le gusta que vengan a alterar el orden en su casa. Mucho menos que la blasfemen frente a su máximo representante en la tierra, que es el señor obispo.

—Hijos, ustedes bien sabían que algún día iba a regresar. Y ese día es hoy. ¿Qué acaso no me reconocen?

Los hombres se miraron el uno al otro y volvieron a sujetarme. Me llevaron a la parte trasera de la iglesia y me dejaron caer de lleno contra el piso.

—Mire, si se empeña en seguir con esto, vamos a tener que tomar las medidas necesarias.

—No, es que no entienden. Necesito hablar con el cardenal. Esto se trata de un milagro. Dios me habló en mis sueños y me dijo que tenía que advertirles a los hombres sobre el fin de los tiempos, que tenían que arrepentirse de sus pecados. Por eso estoy aquí.

Los hombres me echaron de ahí después de patearme y golpearme con unos palos. «Nuestro señor sufrió mucho más», me dijeron. Salí cabizbajo, con la túnica arrastrándome y el sol golpeándome en el lomo. Ahí afuera, de inmediato, una mujer en silla de ruedas se acercó a mí.

—¿Qué pasó, chamaco, pos qué hiciste?

—Señora, tal vez usted pueda creerme.

—¿Creerte qué, mijo?

—Sobre quién soy.

La mujer me miraba muy atenta y verdaderamente preocupada.

—Yo soy María —se presentó la mujer, extendiéndome su mano arrugada y llena de manchas. Prosiguió—: mucho gusto, joven.

María, como la madre de Cristo. Eso no podía ser más que otra señal de mi padre amorosísimo.

—¿Usté cómo se llama?

—Soy Cristo. He vuelto para prevenir a los hombres sobre su destrucción.

La mujer me miró con más atención todavía, frunciendo el ceño. Observó mi barba y cabellera largas. Estaba verdaderamente consternada.

—¿Cristo? Dios bendito, esto es un milagro, ¡estoy hablando con Cristo!

La mujer comenzó a llorar a un volumen muy bajo. Como pudo trató de abrazarme. Me acerqué a ella.

—¡Qué gusto tenerte por aquí!, ¿dónde habías estado todo este tiempo?

Eso ni yo me lo había preguntado. De dónde venía, en dónde estaba antes de que Dios hablara conmigo. Traté de acordarme, pero no pude.

—Señora, eso no importa. Lo importante es que estoy aquí, ¿hacia dónde va?

—No tengo a dónde ir, mijo. ¿Por qué no me ayudas a encontrar un albergue?

Tomé la silla de ruedas y comencé a caminar empujando a doña María. Avanzamos varias cuadras sin decirnos una palabra. Yo iba todo el camino tratando de recordar qué había sido de mí. Lo único que sabía era que tenía 33 años y que era la resurrección de Cristo. Nada más.

Conforme avanzamos reparé en que tampoco tenía a dónde ir. O al menos no lo recordaba. Pregunté a algunas personas hacia dónde había un albergue. Doña María utilizaba unos ropajes muy desgastados, sucios, un gorrito lleno de hoyos y manchas para cubrirse del frío, y sus sandalias estaban rotas. Su silla de ruedas era lo que estaba en mejores condiciones.

La gente nos miraba de una forma muy rara y desconfiada cada vez que les preguntábamos por el albergue. Un par de hombres nos indicaron el camino, váyanse todo derecho, nos dijeron.

Seguramente no era cosa de todos los días mirar a Cristo caminando por las calles empujando a una señora en silla de ruedas.

Hasta que, gracias a Dios, llegamos a uno.

Era un lugar muy amplio y había una fila de hombres y mujeres esperando a ser atendidos. En bolsas de plástico llevaban sus pertenencias. Ni doña María ni yo llevábamos algo. Ella bien podría, sin duda, ser mi madre. Como no recordaba nada de mi pasado, decidí pensar que así era.

Entonces pasó.

Dos hombres, igual de barbados que yo, en harapos, se acercaron hacia donde estábamos mi madre y yo.

—Vaya, hasta que regresas. Ya nos tenías preocupados —dijo uno, el más grande. Seguramente él era Pedro.

—Sí, ¿en dónde andabas, eh? —me dijo el otro, uno más joven. Él era Pablo, sin duda.

—Obedecí un mandato de mi padre y salí a las calles a predicar su palabra. En el camino me encontré a mi madre, María. —Les dije a ambos. La mujer no dijo nada. Solo sonrió.

Parecía que por fin había encontrado a mis apóstoles. Todo marchaba como lo dictaban las escrituras.

—¿Tienes madre? ¡Qué escondida estaba, señora, mucho gusto, es un placer conocerla!

Y Pedro le ofreció su mano a doña María. Ella le correspondió. No paraba de sonreír.

—Pero ten cuidado, eh, te andan buscando por robo —intercedió Pablo, con un gesto que lo hacía lucir asustado.

—¿Robo? ¿Robo de qué? No he robado nada, eso va en contra de la palabra de mi padre.

—Te robaste las sábanas que traes puestas, Bisagras.

Pablo me estaba confundiendo.

—No sé de qué estás hablando, Pablo.

—Cuál Pablo, si soy el Cachirul. Y ese de allá es el López Tarso. ¿Qué, otra vez andas de olvidadizo?, pensábamos que ya te habías mejorado, carnalito.

—No Pablo, estás en un error. Soy Cristo y he venido a salvar a los hombres de sus pecados por segunda vez.

—¿Ya oístes, pinche López Tarso? El Bisagras dice que es Cristo. Hijo de su puta madre, ahora si ya lo perdimos al güey.

—No manches, pinche Bisagras, que cosas andas diciendo. Ten más respeto por nuestro señor padre —secundó Pedro a Pablo.

Para ese momento una multitud ya estaba a nuestro alrededor. Hombres y mujeres en andrajos, malolientes, con las miradas perdidas en el vacío nos habían rodeado. Se reían, se burlaban estruendosamente, sin importarles nada. Todos se reían de mí, pero no me importó, pues esa era mi labor en la Tierra: estar con los más desprotegidos.

Todo iba como Dios lo había trazado.

Una mujer maquillada y perfumada arribó, junto a un par de hombres ataviados con saco, camisa y corbata, y se acercaron hacia donde estaba con mi madre, junto a Pedro y Pablo, rompiendo la bola que se había hecho en torno nuestro.

—Bisagras, hazme el favor de quitarte las sábanas y devolverlas al albergue. ¿Te vas a quedar hoy? Yo creo que sí, porque al parecer necesitas tratamiento, además de que te fuiste sin avisar.

Mis manos seguían aferradas a las asideras de la silla de ruedas de mi madre, quien seguía en silencio.

—No sé de qué está hablando, señorita. Yo vine aquí porque mi padre así me lo pidió. Tengo que advertir a los hombres para que se arrepientan del pecado y puedan entrar al paraíso en donde vive él. Porque yo soy la resurrección.

—¡Ya cállate, pinche Bisagras, te vas a ir al infierno! —arremetió Pedro, malhumorándose cada vez más.

La señorita, que lucía un hermoso vestido verde, les ordenó a los hombres de saco, camisa y corbata que me tranquilizaran. Pero yo estaba de lo más tranquilo. Me jalaron para que soltara la silla de mi madre, pero yo luché y luché. No les fue sencillo separarme de ella. Una vez que lo lograron, me tomaron por los brazos como los hombres de sotana de la iglesia y me tumbaron al piso, con ambas piernas listas para patearme.

—¡Déjenlo! —interrumpió de pronto mi madre, con el llanto entrecortándole la respiración. Los hombres me soltaron ante el berrido, pero yo seguía en el suelo—. ¡Él es mi hijo y dice la verdad! ¡Él vino a salvarnos a todos y se los va a demostrar! Hijo, por favor levántate y haz que esta pobre mujer vuelva a caminar.


Texto publicado originalmente en Kaja Negra.

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