Tu amigo tiene miedo, míralo. Y ella lo voltea a ver, luego bebe de su cerveza y fuma. Lo ve bebiendo chela en vasos desechables de plástico junto a ese par de hombres en aquella vecindad que se cae a pedazos. Un lugar de paredes amarillas y herrumbrosas, sórdido, por donde no pasó Dios, pero por donde pasa el Diablo. Lo ve conversando especialmente con uno de ellos, el más joven, el de veinticuatro años (el otro tiene veintiséis, pero se ve de muchos más), ese que se le queda viendo como si no hubiera visto a alguien así en su vida, como si no hubiera hablado con alguien así nunca. Conversan de libros porque entre ellos ronda un ejemplar único, un título que difícilmente volverán a ver y cuyo nombre ya han olvidado. Tú podrías firmar esa novela hoy y nadie sabría que no es tuya, dice el joven de veinticuatro, quien luego muestra sus botas con manchas de cemento en las puntas para decir: Yo soy obrero; estudié Ciencia política, pero ahora soy obrero. Luego brindan. Su compañero, el de veintiséis, tiene un casco amarillo (más amarillo que las paredes) estacionado en el piso, y en algún momento se lo pone y es fotografiado por el individuo que ambos obreros tienen enfrente y que no deja de mirar lo más que puede aquel cuartucho: detrás de ellos hay un grupo de hombres entre los que se destaca un enano que bebe de una caguama casi de su tamaño; en el cuarto contiguo hay hombres y mujeres que son punks, comerciantes, prostitutas, vendedoras de boletos en el metro, o solo hombres y mujeres que beben sentados en cubetas, como todos ahí, o como algunos: los que beben y fuman de pie o en el suelo y que ceden el paso a los locatarios que guardan ahí sus mercancias y sus puestos. No, no tiene miedo, responde ella. Es simple curiosidad.
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