La lombriz serpenteaba en el agua. La miré nadar un rato. Del fondo del retrete llegó a la superficie y de la superficie al fondo del retrete. Era igual a las que se ven en la tierra. Pero estaba en el agua, nadando. Nunca me había pasado que una lombriz saliera de mi culo.
Ni siquiera la sentí.
La lombriz permaneció inmóvil en la profundidad de la taza. Acaso se movió un poco más antes de que jalara de nuevo la cadena.
Fui a la farmacia. Un cosquilleo recorrió mis nalgas.
—Esta suspensión le puede servir. Es una sola dosis. Mata amibas y todo lo que tenga —me dijo la mujer que atendía.
Pagué exacto y regresé a casa. Bebí de un solo trago todo el líquido de la botella.
***
Ignoré el charco de agua pestilente que estaba a un lado del puesto y me senté a comer. Eran unos tacos de tripa de ésos que dejan una capa gruesa en el paladar. Fueron ocho y un refresco. Aquel día no tuve tiempo de ir a la fonda que solía visitar y en la que me atendían siempre con amabilidad.
El taquero limpió la barra con el mismo trapo con el que limpió el tanque de gas. Me dio mi cambio y regresé al trabajo.
Solía trabajar en un banco. De cajero.
Aquella fue la última vez que comí en la calle antes de que la primer lombriz apareciera.
La invité a cenar aquella noche. Ana Laura era la cajera que me suplía. Tenía el cabello teñido de rojo y unas nalgas capaces de sanar cualquier impotencia. Habían pasado unos días después de que tomé el medicamento para desparasitarme. Revisé cada una de mis cagadas y nada.
Estábamos en un restaurante cerca del trabajo. No era muy caro, no podía darme lujos con una mujer que apenas había aceptado a salir conmigo. Pedimos un trago. Aún recuerdo la expresión de su rostro.
—Lalo, te está saliendo algo de la nariz…
Aún recuerdo su grito.
Tomé una servilleta y me quité la lombriz de la nariz. Sentía como se movía en mi mano.
Esa fue la segunda vez.
***
Iba en camino con el especialista. Eran tiempos de lluvias. Se formaban charcos a un lado de los puestos de comida. Comencé a sentir comezón en el ojo. Usaba gafas. En un alto me las quité y comencé a rascarme. Se nubló mi ojo derecho, como si una pestaña estuviera a través de él.
La comezón se volvió insoportable, no podía manejar así. Me detuve a mirar por el retrovisor para quitarme la pestaña. Era una puta lombriz saliendo de mi ojo, más pequeña que las dos anteriores, pero lombriz al fin.
Aún recuerdo el escalofrío que sentí.
Después de arrojar aquel cuerpo blando por la ventanilla, continué mi camino. Llegué al consultorio ligeramente retrasado.
—Usted solo necesita un tratamiento que lo desparasite y listo.
—Acabo de sacar una lombriz de mi ojo, justo antes de llegar, doctor.
—No exagere.
—No exagero— Dije pausadamente y reflexioné de la importancia de no haber arrojado al animal por la ventanilla. Proseguí— La vez anterior, expulsé una por la nariz. La primera ocasión fue anal.
—Seguramente comió algo en la calle. Pero no debe preocuparse, le daré el medicamento necesario y algo para que calme sus ansias.
—Doctor, con todo respeto fgfhghfgfh…
— ¿Qué?
Respiré hondo e intenté hablar de nuevo:
—No me gfhfgfhfgf…Quiero fgfhfgfhfgfhf.
Vomité sobre su escritorio una plasta agusanada. Verdosa. La secretaria llamó una ambulancia: el doctor estaba en el suelo.
***
Me hicieron varios estudios, muchas radiografías. En ellas se podía distinguir con claridad las colonias enteras de lombrices habitando mi cuerpo. Por todas partes.
Los gusanos me devoraron vivo. Pensé que eso era una cuestión de los muertos.
Dejé de hablar, de escuchar. Escribí esto con la poca visibilidad que me quedaba.
Cuando sentí que era el momento, visité el cementerio y me recosté junto a una tumba. Era un día despejado. Abrí la boca y las lombrices brotaron inmediatamente. Aún recuerdo la sensación en el paladar. Como cuando comí aquellos tacos de tripa.
Texto publicado originalmente en Kaja Negra.
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