En estos tiempos de crisis, comparte tu auto

No debe ser buena idea subirse a un taxi con un desconocido, pensó Salomón mientras abría la puerta del vehículo que lo llevaría, junto con un extraño, al metro Hidalgo. Las cosas sucedieron así: Salomón, ya ruco, corrió hacia la parada del autobús porque llevaba prisa. Al llegar vio cómo un camión vacío pasó de largo frente a las personas que esperaban ahí. Miró entonces su teléfono, corroboró los minutos que lo atormentaban, y esperó. A la distancia no se veía ningún otro transporte, así que consideró tomar un taxi, refutando la idea al momento por su muy escasa economía. Fue que un joven de gafas se acercó a él, solo a él, y le preguntó: ¿Va para el metro Hidalgo? Sí, respondió Salomón con suspicacia. Tomemos un taxi, llevo mucha prisa, dijo el joven de gafas, sonriendo, y Salomón le dijo: No tengo dinero para un taxi. El joven de gafas le replicó: No importa, solo deme lo del pasaje. ¿Lo del pasaje y ya?, le preguntó Salomón, desconfiado, y el joven de gafas le dijo que sí. Salomón no estaba muy seguro, pero no demoró en pasar un taxi y ambos lo abordaron. El joven de gafas en el asiento del copiloto, Salomón detrás. Él, ya ruco, se aferró a su mochila y pensó que en cualquier momento lo secuestrarían y violarían, o que de menos le quitarían la mochila a la que venía aferrado, y su poco dinero. Pero el taxista condujo con rapidez hacia su destino y pronto estuvieron cerca del metro Hidalgo. Al no ver señas de rapto alguno, Salomón respiró más tranquilo y contó las monedas que llevaba en uno de los bolsillos traseros de su pantalón de mezclilla. Contó la mitad de lo que el taxímetro estaba marcando y le entregó el cambio al joven de gafas. Es lo justo, le dijo al muchacho antes de que éste pudiera pronunciar cualquier otra cosa. Unos metros antes de llegar a su destino, Salomón vio en un cartel pegado a espaldas de un puesto de periódicos un anuncio publicitario que rezaba algo así como: En estos tiempos de crisis, comparte tu auto. Salomón se sintió mucho más aliviado. Con que eso era, se dijo. Un minuto después llegaron. El joven de gafas le pagó al taxista con un billete. El conductor le entregó el cambio. Salomón y el joven de gafas abrieron sus puertas al mismo tiempo. CRASH. TRAGHHHHH. PRRRRRGGG. Algo así sonó cuando una joven en bicicleta, sin casco, coderas, o algo que la protegiera, se estrelló y cayó entre las dos puertas y quedó tirada en el pavimento. Tanto Salomón como el joven de gafas volvieron a cerrarlas y de inmediato a abrirlas, al mismo tiempo, y le preguntaron a ella, que yacía en el piso sin quejarse pero con un gesto de dolor, si estaba bien. La joven se incorporó sin decir nada, molesta, y sin más emprendió la marcha. ¿Tú la viste?, le preguntó, muy nervioso, el joven de gafas a Salomón, quien no despegó la mirada de la accidentada, quien se detuvo en el siguiente semáforo, que estaba a breve distancia. Salomón dijo: No. Chale, dijo el joven de gafas, cerró su puerta y pronunció ya sin pena: Ni pedo. Luego le dio la mano a Salomón y corrió hacia el metro. Salomón, ya ruco, se quedó ahí, estupefacto. Qué mierda, pensó. Fue que el taxista le gritó algo. Salomón no escuchó bien y le pidió amablemente al taxista que le repitiera aquello. El taxista, entonces, gritó más fuerte: ¿Está bien la puerta? Salomón miró la suya, que seguía abierta, y le dijo: Sí, sí, la puerta está bien. Fue que Salomón la cerró y unos segundos después, ya que la joven se había ido, al parecer sin problemas, entró a la estación.

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