Para Cynthia
Entre el pequeño tumulto que se formó en aquel patio, vislumbré al cuervo gigante en medio de todos, girando sobre su eje, buscando. El joven con máscara de diablo narra que cuando el cuervo alcanzó a verme y me señaló, le apreté tanto el brazo que al día siguiente le salió un moretón. Yo sabía que eso no era posible, que un pájaro te señale, en algún rincón de mi cerebro sabía que aquel no era un ave real, pero verlo abrirse paso entre la gente, avanzando con las patas de tres dedos, dando saltitos hacia mí investido en su plumaje negrísimo, como espectro del juicio final, hizo que gritara, que gritara imparable y ruidosamente: ¡No te acerques, no te acerques! El joven de la máscara de diablo narra que me eché a correr como pude, todavía gritando auxilio, auxilio, hacia la casa, para esconderme. Que hubo algunas risas al ver que un pájaro correteaba a un gato, pero que el silencio más grande vino cuando me tiré al suelo llorando y gateé un poco y alcancé a arrodillarme para pedirle al cuervo gigante que no, que no me comiera por favor.
Nunca había ido a una fiesta de disfraces. Trino insistió mucho: era a la primera que iríamos juntos, así que acepté. Me disfracé de Gatubela. Llegué por mi cuenta con mi hermano, quien se disfrazó de zombie. Trino llegaría más tarde porque tenía cierre de mes (era viernes 30 de octubre) y allá nos alcanzaría. Pero sin él, sin mi hermano, no me hubiera animado a entrar así vestida. Yo era más joven, sí, y más esbelta; la verdad es que me veía bien, pero me sonrojaba por las miradas de los muchachos. Así que estuve esperando a Trino un par de horas más o menos, tomando algunos vasitos de clericot y
escuchando la música que ponían: electrónica y cumbia, principalmente. A diferencia de mi hermano, el zombie, yo no tomaba tanto, pero para entonces ya andaba un poco flamas. No conocía a los que allí estaban, pero platiqué con varios vampiros y con uno que otro monstruo que no logré distinguir en la oscuridad de aquella casa. Denegué varias invitaciones a bailar porque nunca he sido buena en eso. Por suerte la vivienda tenía patio, así que salí para tomar el fresco con mi vasito en la mano. Creo que el aire me pegó muy duro y que por eso me emborraché de sopetón. Ahí afuera, el joven con la máscara de diablo me llevó una cerveza. Si no hubiera estado esperando no se la hubiera aceptado, no me gusta la cerveza pero la recibí y bebí rápido. Me preguntó que cómo me llamaba y esas cosas. Le dije que en cualquier momento llegaría mi novio y guardó silencio.
Después vi al cuervo gigante.
Mi hermano el zombie piensa que todo se originó aquella vez que Cuco y Rosalío se pelearon a muerte por un trozo de vaina. Eran dos de varios gorriones que mi abuelo tenía por mascotas. Yo rondaba los cinco y mi hermano los ocho años, y según su relato no dejé de llorar lo que duró el combate: uno acabó con el pico roto y el otro con una herida en el pecho que con las horas se puso sarnosa. En esa zona no le volvieron a crecer las plumas.
Me acuerdo muy bien que por aquellos años, como ahora, había a quienes les aterraban las ratas, las cucarachas, las arañas o los payasos, y se burlaban de mí, en la escuela, por confesar que las aves eran mi mayor temor. En casa tampoco podían creer que los gorriones de mi abuelo me hicieran gritar como loca. Mis padres decían que no exagerara, que no podían hacerme daño, que estaban enjaulados. Lo que nunca consideraron –ni nadie– era que la jaula donde estaban encerrados no evitaba su constante aleteo, el trinar mañanero de sus picos afilados, el paso constante de sus patas descarapeladas de un palo a otro, el movimiento perpetuo e intermitente de sus cuellos…
Aquel cuervo gigante trató de ponerme su brazo alado sobre mi hombro de nailon cuando estuvo cerca, pero no pudo porque me eché hacia atrás, gritando. Me tropecé con la pierna de alguien cuando quise correr. El cuervo se quitó la máscara y trató de levantarme, ayudado por el hombre de la máscara de diablo y algunos más. Trino todavía no llegaba. No había hablado con él de mi problema: ornitofobia, miedo a los pájaros. Llevábamos poco tiempo, íbamos para el año y, bueno, ningún ave se nos había cruzado en ese lapso en el que nos veíamos sólo un par de días o tres a la semana, unas cuantas horas. Y, sinceramente, me daba mucha pena contarle eso. No es fácil andar por la vida diciendo que hasta el plumaje de un quetzal no lo soporto, que no como pato, ni pollo, ni huevo; que el solo hecho de imaginarme las garras de un halcón me provocan un desmayo. No exagero: regularmente miro hacia el cielo, veo cualquier pájaro sobrevolando y lo imagino clavándose en mi espalda previamente acechada desde los aires; esos picos, cualesquiera, haciéndome pedazos.
Aquí en la clínica mental mi hermano me contó que el hombre-cuervo se acercó a mí porque era un conocido que quería saludarme (un chavo llamado Aurelio). El chavo supo que yo era Gatubela porque mi hermano se lo había dicho. Fue entonces que me detalló lo que pasó después: todos se acercaron, alarmados por mi griterío, para ver qué había pasado. Le gritaba al hombre-cuervo: «Suéltame, maldito animal», a pesar de que ya no tenía máscara y de que distinguí perfectamente sus rasgos humanos; Aurelio apenas pudo cubrirse con ambos brazos de mis ataques, pero un golpe en el rostro, en plena boca, lo echó hacia atrás. Aún conservaba los negros y hambrientos ojos móviles, en la nuca, pese a todo. Varias personas trataron de tranquilizarme, pero yo no paraba de gritar ni de llorar: «¡Quítenme sus plumas de encima!». Así, acorralada, las voces y murmullos de todos se transformaron en cacareos y píos píos, sus movimientos eran los de alas, patas y picos agitándose, mientras yo pataleaba y soltaba codazos para zafarme de quienes pretendieron levantarme. Alcancé a mirar que del suelo enlodado surgían lombrices que, apenas salían de la tierra, eran devoradas por los habitantes de aquel gallinero: de monstruos, calaveras y diablos pasaron a ser aves rapaces. Me levanté así del piso, suplicando por mi vida, y corrí hacia la cocina de aquella casa. Tomé un cuchillo del fregadero y, en cuanto sentí que alguien me tocó la espalda, volteé y se lo enterré directamente en el pecho. Desgraciadamente era Trino, quien iba llegando disfrazado de vaquero. Vi su rostro de absoluto desconcierto, como si la sorpresa de verse sangrando tanto le inhibiera el dolor. Creo que no pude siquiera pronunciar que me perdonara. Me quedé estupefacta. Congelada. Todo fue tan rápido. Después de eso no recuerdo nada más. No tardó mucho en llegar una ambulancia, me dijo mi hermano. Lo trasladaron al hospital y según me contó, Trino (a quien no he visto desde entonces) logró recuperarse. Yo estoy en ello. Lo intento cada día que he pasado aquí, alejada de todo. Espero que no pase mucho tiempo para que me den de alta, lucho por eso, pero me han dicho que tenga paciencia. No he visto un solo pájaro desde entonces. Dos años, si no me equivoco. Sinceramente, lo único que me preocupa es que no haya habido día en que no me atemorice el recuerdo de lo que pasó aquella vez.
Deja una respuesta