Ten cuidado con la tele

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Mi abuela materna y yo solíamos ver la televisión todos los días. Lo recuerdo con una claridad aterradora: las películas del nueve que pasaban por la tarde, el noticiario de Lolita Ayala, El chavo del ocho, A quien corresponda, la telenovela de la tarde y de la tarde-noche [las de Televisa, porque las de TV Azteca las odiaba], los programas que protagonizó Paco Stanley. Claro, ella fue de las doñas que lloraron cuando lo mataron: recuerdo que vimos el seguimiento del crimen en TV Azteca [Stanley ya se había cambiado de televisora], pero fue tal el impacto de la noticia que en ambas empresas transmitieron casi todo el día cómo ocurrieron los hechos. Creo que narrarlos no vale la pena, pero hasta yo lloré. Fue extraño, pero cuando derribaron las Torres Gemelas no pasó eso; pese a que ese día todo el día transmitieron el acontecimiento, no fue hasta por la tarde que encendimos el televisor y vimos que el mundo corría peligro.

En fin, que mi abuela y yo veíamos la televisión todos los días los quince años que vivimos juntos. En la niñez nos dejaba ver Plaza Sésamo y el canal once o «algo que nos nutriera»; pocas veces nos permitía mirar caricaturas de nuestra preferencia. Esta vez hablo en plural, por mí y por mis hermanas, pero había un miembro en esa casa suya, de mi abuela materna, que era nuestro cómplice e inigualable aliado: mi tía, quien ahora sé, padece de alguna enfermedad mental. Ella siempre disfrutó de ciertos programas que a nosotros también nos gustaban. Recuerdo Sailor Moon, Los caballeros del Zodiaco. Quizá Dragon Ball [No Z], y otros que ahora olvido. No nos dejaba ver ni de chiste Los Simpson [o La niñera, por vulgar, decía], y si había mujeres en ropa atrevida o escenas de sexo nos obligaba a taparnos los ojos.

Sobre todo recuerdo la televisión de aquellos años porque mi abuela la cuidaba con ahínco, como dicen. «Ten cuidado con la tele», nos decía si acaso cambiábamos bruscamente de canal con aquella frágil perilla, o si pasábamos muy cerca del aparato, atentando contra la estabilidad del mueble que la soportaba.

Siempre pensé que mi abuela se preocupaba más por la tele que por nosotros, aunque no puedo negar que había momentos chidos en su pequeña sala frente a la pantalla: justo cuando veíamos las películas mexicanas de la ‘Época de oro del cine mexicano’ que pasaban las tardes por el nueve, con sus infomerciales de bajo presupuesto en cada corte. Eso evitaba peleas, porque entre mis hermanas y yo no es que hubiera mucha armonía. Ni yo con mi abuela: siempre hubo una relación de amor-odio. Como la que quizá ella tuvo con la tv: había momentos en que la hartaban «tantas tarugadas» que ahí transmitían, y era que encendía el radio y ponía El fonógrafo, música ligada a su recuerdo, o en el 620 de am, donde transmitían [ignoro si continúan haciéndolo] música instrumental, como aquella de «palomitas de maíz». Era que reinaba más la paz en aquel sitio, mientras la doña se ponía a cocinar un buen picadillo.

Otro de los momentos en que la televisión se ausentaba era cuando mi abuela nos ponía a leer para dejarnos salir a jugar. Recuerdo haberle leído un libro llamado Libro del año 1984, en el cual había información enciclopédica de diversos temas. Lo que ella quería, recuerdo, era saber si podíamos leer en voz alta, si habíamos aprendido algo en la escuela, y sobre todo [además de darnos permiso para salir] quería que ‘se nos quedara algo’. Era común que nos interrumpiera en plena lectura y nos preguntara qué era lo que habíamos leído. Yo, a veces, varias, me picaba leyendo una hora o dos, y ya luego ni me daban ganas de salir a jugar y me quedaba comentando con ella aquellas palabras.

Mi abuela materna murió en 2012. Lo últimos años que pasamos con ella ya habíamos crecido lo suficiente como para decirle qué canal poner. Disminuyeron los momentos que pasamos juntos en su pequeña sala mirando el aparato y ella juraba que casi ya no lo veía. Que prefería rezar. Los últimos años de su vida ella perdió gran parte de su memoria, y cuando le preguntaba algo de todo esto decía: No me acuerdo, hijo.

Hoy, extrañamente, vivo junto a mi abuela paterna. Una persona con la que prácticamente nunca había convivido. Hace poco ella se vio beneficiada por Sedesol y recibió una pantalla que le permitió ver la televisión digital antes del apagón analógico. Antes, tenía una enorme televisión que una tía le había regalado. Un monstruo de unos cincuenta kilogramos que amenazaba en cada instante con caerle encima y sepultarla. Cuando le dieron la pantalla me regaló el televisor, y yo a su vez le regalé el mío a mi madre, quien ahora ronda la edad que tenía la suya, mi abuela, cuando veíamos juntos la televisión.

Antes del apagón alcancé a ver en mi vieja tele Malcolm el de en medio, Ninja Warrior y, ahora sí, Dragon Ball Z. Los docus del 11. Una vez que tuve el monstruo de 50 kilos [que requirió de cuatro personas para trasladarlo a mi habitación], ocurrió el apagón analógico, cierto día. Cuando encendí la tele ya no había señal. Fue… un poco triste, y desde entonces no he visto televisión: preferí salir a las calles a retratar estos cadáveres que les muestro. Repetidos algunos, insuficientes quizá, los cascajos de esos televisores rondan las calles de mi barrio, al norte de la ciudad de México. Dí algunos rondines por otros sitios y en ningún otro lado hallé restos tan fehacientes como los que pretendí fotografiar. No sé, no sé si sea signo o revele algo de esta zona de la ciudad. Le pregunté al del fierro viejo [quien amablemente me permitió tomarle una foto a su camión] si había recibido muchas teles. Me dijo que sí. Le pregunté a otro, cerca de casa de mi madre, en el Estado de México, y me dijo lo mismo mientras arrojaba a su camioneta una televisión que recién le habían dado. Inservible. La arrojó como si fuera una bolsa de basura de esas que ponen en la cocina. Ligera, muerta, aquella televisión negra cayó entre los demás desperdicios.

Fue… un poco triste.

 


Texto publicado originalmente en Kaja Negra.

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