A la casa le urge que se instalen boiler, regadera y una destapada a la coladera. El plomero que se anuncia a un par de casas no está. Tampoco el que se anuncia a una cuadra.
—Vayan con el hermano de la señora que vende en la otra esquina.
—Nos recomienda el periodiquero de la esquina contraria, su esposo.
Vamos y tampoco se encuentra en ese momento, pero que sí, si se avienta con la chamba. Su hermana, de cualquier forma, le dará el recado para que se presente al día siguiente, en la mañana. Ahí estuvo a las diez.
A primera vista, lo que uno piensa de José Guadalupe Gutiérrez Hernández es que se trata de un hombre mayor. Lo es, tiene 76 años, nació un 12 de diciembre de 1936.
A segunda vista, cuando se le ve trabajar, lo que se piensa es que ya le gustaría a uno llegar a esa edad, y lucir como si se tuvieran sesenta años.
—¿Cómo le hace para mantenerse en buena forma?
—Es que era luchador.
Si esa hubiera sido una lucha, la tercera vista sería la vencida: uno no se imagina que el plomero que instala el boiler, la regadera y que destapa la coladera, era luchador.
—¿Cuál, oiga?
—Thor.
—¿Como el superhéroe?
—Sí, nomás que en ese entonces aquel no era famoso. Yo salí primero.
Después de la coladera, la regadera y el boiler, José Guadalupe instaló unos apagadores, porque también sabe de electricidad.
Le pedí que otro día, con más calma, me diera una entrevista.
Así se pasaron cuatro meses para que lo volviera a ver. Se dio porque iba a arreglar unas paredes y unos techos, pues también sabe de albañilería. De paso compuso unos roperos, tapó unos hoyos —porque unos ratones invadieron mi vivienda— y cambió unas chapas, aprovechando que también le sabe a la cerrajería.
—Uy, no joven, una vez se metió una ratota de este tamaño (e hizo la señal con ambos dedos índices, lo más alejados posible el uno del otro) a la casa, y que la agarro y la empiezo a azotar contra la pared hasta que se murió. Pudo haberla ahorcado, como una bisabuela hizo.
Un pacto de amigos
Lento pero seguro, José Guadalupe culmina su jornada laboral por eso de las seis de la tarde. Aquel día era viernes, había tianguis. Compramos unos tlacoyos y, cerca de las tres, le invitamos uno, acompañado por un vaso de refresco.
—¿Y cómo le entró a eso de luchar? —Aproveché para preguntarle, mientras don José masticaba el primer bocado. De paso prendí la grabadora.
—Fue por un pacto de amigos.
Tenía 28 años y ya conocía el oficio de la plomería y la albañilería que conoció desde los seis. Toda su vida se ha dedicado a eso; desde los tiempos con sus tíos en la calle de Schumann 233, donde aprendió la plomería cuando chamaco. Antes, durante y después de ser luchador. El pacto lo propuso un muchacho, Ángel, recuerda que se llamaba, hijo del dueño de un lugar donde hacían candiles, ahí en la colonia Vallejo.
—Oye, por qué no vamos a entrenar lucha, yo quiero ser luchador.
—Sí, cómo no, cuando quieras vamos.
—Vamos de una vez el lunes.
—Órale pues.
Se dijeron, y comenzaron a buscar gimnasios.
En el Jordán, en San Juan, la Providencia, que estaba atrás del mercado de Mixcalco —ahí entrenaban, cuenta don José, Los Villanos, Ray Mendoza, y hasta El Huracán (Ramírez)—, pero es cuando encuentra el gimnasio Gloria, el cual aún existe y se ubica en Ferrocarril de Cintura en la colonia Morelos, cuando empieza a entrenar. Lo hacía tres veces por semana.
—Me esforcé, me esforcé y me esforcé.
La cosa era irse a entrenar juntos, pero el otro joven dejó de hacerlo. Le decía que se había cambiado de gimnasio, que iba por Nezahualcóyotl. Una vez que tuvo una discusión con gente de su tierra, cuenta don José, se pusieron bravos: “Cuando me den a mí, me tienen que dar con ganas, porque yo soy luchador profesional”, les dijo Ángel y lo mataron. Le dieron como tres balazos y siete puñaladas. José Guadalupe, en cambio, persistió.
Encontró en la lucha libre una motivación arrolladora que lo enamoró y lo hizo entrenar durante un año hasta que por primera vez se presentó en la Arena Celamex, en la calzada Legaria, que pertenecía a un sacerdote.
Ahora, a sus 76, José Guadalupe conserva su memoria intacta, precisando cada fecha y cada lugar de su carrera como luchador, como si de aquello hubieran pasado dos semanas.
—Me lastimé este pie (y señala el izquierdo), fue un Sábado de Gloria. Iba a pelear en el Palacio de Bellas Artes, en el sótano, hay un ring. No era para hacer luchas, era para que entrenaran ahí los trabajadores, me parece.
Un electricista que trabajaba ahí lo llevó a entrenar. Haciendo “topes” (movimiento que consiste en lanzarse de la tercera cuerda contra el adversario) fue como se lastimó. Hasta la fecha resiente esa herida, pues nunca se la atendió. Solo vendándose aguantaba el dolor. El pie, sintió, se le adelgazó de tanto usar la venda.
Yo soy Thor, el dios del trueno
“De los que ya estaban, yo fui el primero que salí a luchar. Eran como treinta muchachos”, cuenta don José. Le preguntaban que cómo le hacía; no sabían que él buscaba oportunidades en las arenas. Poco a poco lo empezaron a programar y así comenzó a subir. La lucha le gustaba mucho. Toda ella.
—Cuando empecé a luchar en la Arena San Juan en Pantitlán, estaban los Villanos, los hijos de Ray Mendoza, esos muchachos eran luchadores olímpicos, fueron a las Olimpiadas (sic), eran muy buenos, pero tenían la manía de lastimar a los luchadores, como sabían mucho los tronaban. Eran de Guadalajara, vinieron a luchar aquí a San Juan Pantitlán, y esa vez Chucho el primero le tronó al brazo a Rómulo (pareja de Remo) con maña. Ese muchacho se bajó llorando, jamás volvió a luchar.
Cuando a Thor le tocó luchar contra Los Villanos, se cuidaba, y no les temía, como algunos otros luchadores. Cuando entrenaban con ellos, todos se bajaban. Él no. Se daba sus buenos guamazos con ellos.
Sólo cuando le tocó luchar, por primera vez, con los luchadores más conocidos, fue que sintió nervios. Como contra Javier Meza. Le temblaban las piernas, llovía, como ese viernes de tianguis, pero, como él mismo dice, le echó ganas y salió adelante en la pelea.
El tlacoyo desaparece lentamente del plato. Sin don José no se lo come más rápido es porque una anécdota brota después de la otra gracias a su memoria prodigiosa. Cuando le aplica una mordida al antojito, aprovecho para preguntarle.
—¿Y usted por qué se puso Thor?
—Por el personaje que relata en la mitología griega. Pero le digo que no existía el otro, el de pelo güero. Yo empecé a sacar ese nombre y con ese me di a conocer. Es más, me querían cambiar el nombre a Zeus. Me decían, pues ese es el dios del trueno, y no, él era el padre de Thor según la mitología. Alguna vez me tocó luchar contra Zeus.
Alguna vez tuvo que luchar por conservar su nombre. Estaban en Pantitlán. Lucharía junto a un joven llamado El Alce Veloz que ya había viajado a Panamá y a Chile. Faltaban unos luchadores, recuerda que no habían llegado y mientras tanto les dijeron “vístanse ustedes”. El equipo del Alce Veloz era trusa negra, calceta blanca. Thor se colocó su equipo, de colores semejantes. Roberto Romero, Roquita, reportero de la revista Box y Lucha, les sacó unas fotos antes de luchar, mientras se preparaban y esperaban. Alce Veloz le dijo a Thor.
—Préstame un tapón (una máscara).
—No traigo más que los míos.
—Ándale, pa sacarnos unas fotos.
—Órale, póntela.
Se la puso y el reportero les tomó fotos, Thor luciendo sus rayos, El Alce, ocultando que no los traía, cuenta don José. En la revista salió: “Los hermanos Thor”. Iban contra Los Villanos, quienes en aquel entonces se hacían llamar Los Búfalos Salvajes. A pesar de que había viajado fuera de la república, El Alce les tuvo miedo, cuenta don José. Prácticamente, relata, se aventó la lucha él solo.
Tiempo después Thor entró al sindicato. El Alce no, pero se hizo una máscara parecida y se cambió el nombre a Thor.
Don José reclamó y ante la falta de respuesta, Roquita le ofreció pelear el nombre.
—Claro que sí, me juego el nombre, máscara contra máscara.
Pero hubo un problema muy fuerte, relata, en la arena San Juan en el que murió el reportero de la fuente.
—Dicen que lo balacearon.
Y entonces no se pudo hacer el Thor vs. Thor.
—Pero fíjese que una vez fui a hacer un trabajo por el Río de los
Remedios, fui a la casa de un señor que era carnicero, yo trabajaba por ahí y me conoció como plomero. Le puse la tubería, los desagües, los baños, regaderas, bomba, tinaco, todo. Un día platicando, estábamos a punto de poner la tubería mis hijos y yo, que trabajaban siempre conmigo. Y entonces en la plática que me dicen ¿ya no vas a luchar?, les digo no, yo creo que ahorita no, me voy a alejar un tiempo. Y el señor me dice ¿a poco usted también le hace a la lucha?, le digo sí. Me dice, yo conozco a un amigo, muy bueno, muy técnico, muy elegante, trabaja en la policía. Le digo, perdón, y ¿cómo se llama? Thor, dice, pero es una maravilla ese señor, lucha muy bonito. Ah, ¿Thor se llama?, le digo, y que dice mi hijo, si Thor es mi papá. Y me dice el señor, ¿a poco usted también luchaba como Thor?, y le digo sí. Y que me enseña la foto. Y que le enseño la mía, y le digo: mire, yo soy Thor. Dice, a caray, no puede ser, alguno de los dos miente. Le digo, tenga mi foto, se la enseña al otro y le dice que estoy en lo dicho, que cuando quiera luchar conmigo, lo espero donde quiera.
Aquel policía era el Alce Veloz y ante el reto, admitió no ser el original.
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Era cuando le tocaba pelear contra luchadores de otros lados que Thor disfrutaba más de su actividad. Luchadores del mismo país pero de diferentes estados. Porque subían “a darnos con todas las ganas”, porque tenían que quedar bien con el público y subir. Además, en ese entonces si se pegaban de verdad, dice don José. Recuerda aquella batalla contra Pepe Rubio, de Puebla, a quien no conocía.
—¡Dimos una lucha! Dicen, o sea que yo no me vi.
Rememora que el dueño de la arena lo abrazó y le dijo: “qué bonito luchas. Ha venido aquí el Rayo de Jalisco, el Huracán, el Santo, y no habían dado una lucha como la tuya”. Aunque a Thor no le había parecido algo fuera de la normal —había luchado como siempre, y aún así lo llevaron en hombros al vestidor—; llevaba tres años en aquel entonces, dentro del ring. Fue cuando comenzó a subir de categoría.
Luchó por todas las arenas de la república. En los tiempos en que no existía el Consejo Mundial de Lucha Libre (CMLL) ni la Triple A. Acaso había una asociación que se llamaba La Fraternidad del Santo, relata don José; y había un sindicato de luchadores profesionales y réferis de la República Mexicana. A través de él lo mandaban a todos lados del país, y por eso nunca se pudo curar el pie, dice, porque nunca lo dejaron descansar.
Las llaves no se pierden en el río de la memoria
Pagaban muy poco en ese tiempo en la lucha libre, y don José nunca dejó de trabajar como plomero. De eso no se podía vivir, acaso de la fama y del gusto por luchar. Cuando quería que viajara a Centroamérica, solo le pagaban los pasajes, viáticos, recuerda, pero a su familia nadie la podría mantener más que él, y en ese aspecto no lo apoyaban.
La primera vez que se casó fue a los 19 años. Tuvo 15 hijos. 3 esposas. Dos de sus hijos también quisieron dedicarse a la lucha libre. Uno se lastimó, el otro continúa con el nombre de Thor.
Y en su vida diaria mantuvo su identidad bajo resguardo. Su última mujer, incluso, no sabía que él era luchador. Don José rememora, ya con el plato vacío, solo sobrantes de queso y cebolla, una vez que fueron a ver las luchas. La función donde él era la estrella.
—Le dije “pérame tantito, voy a saludar a los muchachos”. Me metí al vestidor y salí enmascarado.
Lo aguantó hasta que acabó el espectáculo, y fue entonces que tuvo que revelarle su identidad.
Don José diseñó su propio dibujo, pero las máscaras se las hacían. Juan Martínez, recuerda, de la Arena México, llegó a hacerle algunas. Quien le hacía las máscaras al Santo, Ranulfo López, que tenía su fábrica en la calle de San Antonio Tomatlán, ahí por la Merced, también le hizo algunas. El terreno donde estaba, acota don José con precisión, sin olvidar un nombre o apellido, era del Santo. Porque muchas máscaras acabaron destrozadas en algunas batallas. Su estilo se lo debía a un luchador, a uno que admiraba.
—Me gustaba mucho como luchaba el Rayo de Jalisco. Propiamente hice una copia de él. Solo que yo tenía los tres rayos en la frente, con un marro atravesado. Rayo solo tenía uno que le cruzaba el rostro.
Y nunca perdió la máscara. En cambio, desenmascaró a Vampiro Infernal, al Doctor X, recuerda, y a varios más. Algunas de las veces con su llave especial: la Thorina. Con ella rendía a sus enemigos, formando una estaca: estando el rival tirado le tomaba los pies y los enrollaba en su pierna, metía la cabeza y jalaba los brazos hacia atrás para que el enemigo no pudiera zafarse.
—Con eso los rendía fácil.
Una técnica que se ocupaba en el ocaso de la lucha, cuando el cansancio se apoderaba de los gladiadores. Si el contrario lograba zafarse, se tenía que ejecutar nuevamente hasta conseguir la rendición. Quizá apretaba tan fuerte como con la llave con que ajusta las tuercas.
El ocaso de la tormenta
Ese día llovía, la lona estaba mojada. Unos reflectores enormes alumbraban el ring: terminaron hechos añicos por el calor de los focos y las gotas de lluvia que caían incesantes. Encima de los vidrios lucharon.
Thor acabó rasguñado de los brazos y de la espalda: su rival, El Perro Aguayo, también. Sangraban. La lucha llevaba más de una hora ahí en Milpa Alta. El dios del trueno se llevó la victoria.
—Canijo Perro, era bien perro.
La primera vez que Thor dejó la lucha fue porque su mujer ya no quería que fuera. Lo convenció, por una religión. Pero dejó en él mucha tristeza. Le hacía falta verse arriba del ring.
Gracias a su hijo mayor, quien aún es Thor, y que luchaba cerca de Ecatepec, le llamaron de nuevo para luchar, sus últimos años. Hicieron pareja. Al hijo le favoreció pues con su padre pudo ser el luchador estrella. El gusano de la lucha entró en él de nuevo al recibir los aplausos, el apoyo de la gente que le gustaba su estilo y forma de luchar. Pero el fin estaba cerca.
—Mi hermano me dice, oye, van a hacer unas luchas en el Valle de Guadalupe. Me dice, ¿vas?, le digo, sí, vamos. Quiso luchar contra mí, y pues como yo le enseñaba, pues le ayudaba. Entonces subió mi hermano de pareja con un paramédico de San Agustín, me parece, y se puso El Bombero, era alto joven. Dimos un luchón también ese día. Cuando mis hijas veían que me pegaban, se ponían a llorar.
Después luchó al día siguiente en una parroquia. Para culminar con unas algunas luchas de exhibición, sintiéndose solo más lento después de veinte años en los cuadriláteros.
Mas don José nunca menciona su última lucha, pues la verdaderamente última no ha sido. Porque no ha parado de luchar.
—Para luchar hay que tener corazón, tener valor y ganas de hacer las cosas.
Después de darle las gracias por la entrevista, don José regresa al trabajo que dejó pendiente contra una puerta.
Una hora después lo miro prepararse para irse. Son más de las siete de la noche. Lo veo con el torso desnudo: aún conserva esa forma de luchador, los pectorales y espalda anchos. Lo veo antes de salir a la calle y antes de despedirme. Antes de decirnos hasta luego, que descanse, que esté bien, hasta mañana.
Lo veo colocarse la camisa como si fuera la capa que se quitaba antes de subirse al ring.
Texto publicado originalmente en Kaja Negra.
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