El Diablo

Por Max Ehrlich*

El Diablo estaba echado en la cama, de espaldas, fumando un cigarrillo.

Fumaba perezosamente, haciendo anillos de humo, mirando cómo ascendían por el aire y se aplastaban después por el techo. De vez en cuando consultaba el reloj y fruncía el ceño.

El Diablo esperaba una llamada telefónica.

No tenía cuernos, ni tampoco cola. Y, naturalmente, se había inscrito con otro nombre en el registro del hotel. Pero había quienes le consideraban, literalmente, como el propio Satán. O, para ser más exactos, como la encarnación humana de Satán. Aquellas personas le maldecían a diario en sus oraciones; aconsejaban a los jóvenes inocentes y crédulos que estuviesen siempre en guardia, que no prestasen oídos a los atrayentes susurros del Anticristo, que no cayesen en las trampas que les tendía. Con gusto le hubieran enviado para siempre al infierno. Pero sabían, claro está, que eso hubiera sido inútil, pues, al fin y al cabo, el infierno era su hogar.

Quienes le conocían bien sabían que el Diablo no tenía una residencia fija en la tierra. Hoy estaba en Nueva York y mañana podía estar en Chicago. O en St. Louis. O en Miami , en Houston, en Seattle… No estaba en ninguna parte y estaba en todas partes. Su trabajo no se acababa nunca. Lo realizaba con diligencia y tenacidad, y siempre atacaba por sorpresa.

El hombre a quien llamaban el Diablo, el Maligno, Satán, Lucifer, el Anticristo, o a veces simplemente él, iba camino de los cincuenta años. Pero, auna aquella edad, poseía el cuerpo duro y esbelto de un atleta. Era el tipo de hombre que agradaba a las mujeres e inspiraba confianza a los hombres. Según le conviniera sabía mostrarse frío como el acero o absolutamente encantador. Sus facciones eran toscas; tenía unos ojos de un azul brillante capaces de chispear a veces como puñales, y el acbello castaño claro. Era un rostro que podía pasar desapercibido entre otros muchos, lo que para él representaba una ventaja. Poseía toda la astucia natural que se le pudiese suponer al Diablo en persona, además de una inteligencia rápida, facilidad de palabra y un gran dominio del arte de la persuasión. Sabía cuándo debía razonar amablemente y cuándo debía saltar como un tigre.

Por fin sonó el teléfono.

Sin apresurarse extendió un brazo y cogió el auricular. Desde el otro extremo de la línea, una voz masculina, temblorosa, dijo:

—Soy Williams. Stanley Williams.

—Se ha retrasado usted…

—Sí. Estaba dándole vueltyas al asunto.

—¿Y bien?

—He decidido aceptar el trato.

—¿Sin más regateos? ¿Acepta usted mis condiciones?

—La cifra que usted pide es exorbitante.

—No si se tiene en cuenta el servicio que voy a prestarle. Todavía puede echarse atrás, señor Williams…

—No. Estoy de acuerdo.

—Muy bien. Antes que nada: ¿es usted consciente de que se trata de un asunto peligroso?

—Sí.

—Si sale mal, puede verse en un serio aprieto…

—Ya lo sé. Pero estoy dispuesto a correr el riesgo —le temblaba algo más la voz—. Estaría dispuesto a arriesgar todo lo que tengo.

—Le comprendo perfectamente. Yo en su lugar haría lo mismo. Bien, en nuestra última entrevista estuvo usted de acuerdo en seguir mis instrucciones al pie de la letra. Esto es esencial. ¿Lo recuerda?

—Sí.

—¿Ha hecho todos los preparativos?

—Sí. Estamos dispuestos para recibirle.

—De acuerdo, Williams. Tomaré el primer avión.

—Si me dice la compañía y el número del vuelo, iré a buscarle al aeropuerto…

—No. El aeropuerto es un lugar público. Demasiadas miradas. Es más prudente que no nos vean juntos. Espéreme sin hacer nada. Yo me pondré en contacto con usted —concluyó el Diablo, y colgó.

Se abrochó el cuello de la camisa y se puso la corbatay la americana. Y unas gafas oscuras. Siempre las llevaba para viajar, fuese de día o de noche. Tenía una bolsa ya preparada. El Diablo viajaba siempre con poco equipaje. En la bolsa solo faltaba una cosa.

Se dirigió a la cómoda y tomó una Biblia. Las tapas del Libro Sagrado estaban muy gastadas; había sido usado muchas veces. El Diablo no iba a ninguna parte sin él.

Bajó en el ascensor y anunció su marcha en recepción. Pagó la cuenta en metálico.

Salió a la calle, tomó un taxi y le dijo al chofer:

—Al aeropuerto Kennedy.

Se recostó en el asiento y miró por la ventanilla. La llovizna que caía desde hacía unas horas se había convertido en una lluvia intensa. Era la hora de comer, y había mucha gente por la calle; todo el mundo se subía el cuello de la americana, abría el paraguas, corría a refugiarse o se ponía a buscar un taxi. El taxista comenzó a rezongar ante el embotellamiento que se había formado en el cruce.

El Diablo no se fijaba en lo que ocurría a su alrededor. Estaba profundamente absorto en sus pensamientos. Empezaba a sentir aquella conocida excitación, rayana casi en la euforia. Ya estaba en camino. Todo estaba dispuesto. El trato estaba hecho.

«Allá vamos otra vez —pensó—. Vamos a robarle otra alma a Jesús.»

Y, después de aquélla, vendría otra, y otra, y otra.

Pagó el taxi, entró en la terminal, se dirigió al mostrador y compró un billete de primera clase para un vuelo que salía al cabo de media hora. Pagó en metálico. El Diablo siempre viajaba en primera clase. No era solo una cuestión de categoría social. Estaba cansado, y tenía que acumular tantas energías como pudiese, pues iba a tener mucho que hacer.

En la puerta de acceso a la pista un empleado comprobó su billete. En éste decía: «Denver».

Pero, en realidad, el Diablo se dirigía a un lugar llamado Gaza, situado en el país de los filisteos: el lugar donde David, temiendo aún perecer en manos de Saúl, vivió durante un año y cuatro meses.


*Fragmento de su novela La secta.

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