Kilgore Trout

Por Kurt Vonnegut*

Aquella noche no sucedió nada. Fue durante la noche siguiente que murieron cerca de ciento treinta mil personas en Dresde. Así fue. Billy dormitaba en el almacén de carne cuando se encontró de nuevo enzarzado en una discusión con su hija, que revivió palabra por palabra y gesto por gesto:

—Padre —decía ella—. ¿Qué vamos a hacer contigo? —Y cosas así—. ¿Sabes a quién desearía matar?

—¿A quién desearías matar? —preguntó Billy.

—A ese Kilgore Trout.

Kilgore Trout era y es un escritor de ciencia ficción de quien Billy no solo leyó docenas de libros sino que incluso llegó a ser amigo suyo. Y eso, teniendo en cuenta que nadie puede llegar a ser amigo de Trout porqueéste es un hombre amargado, tiene un excepcional mérito.

 

Trout vive en un sótano de alquiler, en Illium, a unos tres kilómetros de distancia de la hermosa casa blanca de Billy. Ni él mismo tiene idea de la cantidad de novelas que ha escrito. Posiblemente alrededor de las setenta y cinco. Y ninguna de ella le ha dado dinero. Así pues, Trout se dedica en cuerpo y alma a la divulgación de la Illium Gazette.  Es el encargado de los vendedores de periódicos, esos muchachos que trabajan por cuatro perras.

Billy lo conoció en 1964. Conducía su Cadillac por un callejón de Illium cuando se encontró con el camino cortado por docenas de muchachos con sus bicicletas. Celebraban una reunión. Un hombre con toda la barba les estaba hablando. Se le veía cobarde y peligroso a la vez, y era obvio que dominaba su oficio. Trout tenía entonces sesenta y dos años  Intentaba convencer a ,os muchachos de que despabilaran sus dormidas cabezotas, y también de que vendieran a sus clientes habituales la maldita edición dominical. Les prometió que quien vendiera más suscripciones dominicales durante los próximos dos meses sería premiado con un viaje gratis, con todos los gastos pagados durante una semana, para él y sus padres, a la maldita Martha’s Vineyard. Y cosas así.

Uno de los vendedores de periódicos, que en realidad era una muchacha, estaba extasiada.

El paranoico rostro de Trout le resultaba a Billy enormemente familiar, puesto que lo había visto en las solapas de infinidad de libros. Pero, en el preciso momento en que se encontró con ese rostro en un callejón de su ciudad natal, no pudo recordar por qué le era tan familiar. Lo primero que se le ocurrió fue que quizá hubiera conocido a tan ruinoso mesías en alguna parte de Dresde. Trout parecía, ciertamente, un prisionero de guerra.

Y entonces la muchacha levantó la mano.

—Señor Trout —gritó—, si gano, ¿puedo llevar conmigo a mi hermana?

—No, demonios —contestó Kilgore Trout—. ¿Crees que el dinero crece en los árboles?

 

Casualmente, Trout había escrito un libro sobre un árbol que daba dinero. Tenía por hojas billetes de veinte dólares. Sus flores eran bonos del gobierno y sus frutos diamantes. Atraía a los seres humanos, que se mataban los unos a los otros al pie del árbol, fertilizándolo.

Así era.

 

Billy Pilgrim aparcó su Cadillac en el callejón y esperó a que terminara la reunión. Cuando se disolvió la asamblea un muchacho se quedó hablando con Trout. El chico quería dejar el trabajo porque era demasiado pesado, tenía que trabajar muchas horas y estaba mal pagado. Trout parecía consternado. Si el muchacho dejaba el trabajo él mismo tendría que hacerlo hasta encontrarle sustituto.

—¿Quién crees que eres? —le preguntó Trout con desprecio—. ¿Una especie de maravilla sin entrañas?

Este era también el título de un libro de Trout: La maravilla sin entrañas. Trataba de un robot que tenía mal aliento, y que se hizo popular cuando hubo curado su halitosis. Pero lo más notable de la narración, que había sido escrita en 1932, era que predecía un amplio consumo de gasolina gelatinosa entre los seres humanos. Los robots la echaban desde aeroplanos. Y no tenían conciencia ni entendimiento que les permitiera imaginar lo que les estaba sucediendo a las gentes en la Tierra.

El robot de Trout parecía un ser humano. Podía hablar, bailar y cosas así, e incluso bailar con chicas sin que nadie se ofendiera porque echaba gasolina gelatinosa sobre las personas. Pero, eso sí, encontraban imperdonable su halitosis. Así pues, cuando ésta desapareció, fue bien aceptado por la raza humana.

 

Trout perdió la discusión que mantenía con el muchacho que quería dejar el empleo. Le habló de la gran cantidad de millonarios que habían empezado repartiendo periódicos, pero el chico le replicó:

—Sí, pero apuesto a que solo aguantaron una semana en ese magnífico empleo.

Y el muchacho se largó, dejando a los pies de Trout la bolsa llena de periódicos y la agenda de suscriptores encima. Aquellos periódicos quedaban a merced de Trout, quien tendría que repartirlos. No tenía coche, ni siquiera bicicleta, y los perros le daban miedo.

En alguna parte ladró un perro.

Mientras Trout se colgaba lúgubremente la bolsa a la espalda, Billy Pilgrim se le acercó.

—¿El señor Trout? —preguntó.

—¿Sí?

—¿Es… es usted Kilgore Trout?

—Sí.

Trout suponía que Billy tendría alguna queja sobre la forma en que se repartían los periódicos. No pensaba en sí mismo como escritor. Y ello, por la simple razón de que el mundo jamás le había permitido considerarse como tal.

—¿El… el escritor? —insistió Billy.

—¿El qué?

Billy estaba convencido de que había cometido un error.

—Existe un escritor llamado Kilgore Trout —explicó.

—¿De veras? —Trout parecía aturdido.

—¿Nunca ha oído hablar de él?

Trout movió la cabeza con desánimo.

—Nadie… nadie ha oído jamás hablar de él.

Billy ayudó a Trout a repartir los periódicos, acompañándole casa por casa en su Cadillac. Billy era el responsable, el que encontraba las casas y el que señalaba las direcciones pasadas. La mente de Trout estaba vacía. Nunca hasta entonces había tenido un admirador, y menos un admirador tan entusiasta.

Trout confesó a Billy que nunca había visto un libro suyo anunciado, reseñado o en venta.

—Durante todos estos años —dijo— he abierto de par en par mis puertas al mundo y solo he recibido desprecio.

—Seguramente habrá recibido cartas —dijo Billy—. Es lógico que le hayan escrito muchas.

Trout levantó un solo dedo.

—Una.

—¿Era de un entusiasta?

—Era de un loco. Decía que yo debería ser nombrado presidente del Mundo.

Resultó que la persona que había escrito tal carta era Eliot Rosewater, el amigo que tuvo Billy en el hospital de veteranos, cerca de Lake Placid. Billy le habló a Trout de Rosewater.

—¡Dios mío! —dijo éste al final—. Yo pensaba que se trataba de un muchacho de catorce años.

—Pues fue un verdadero hombre, un capitán durante la guerra.

—Escribe como un muchacho de catorce años —insistió Kilgore Trout.


*Fragmento de su novela Matadero Cinco.

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