El reportero, que era nuevo en la sección de espectáculos de un pequeño diario que le pagaba una miseria, desayunaba a gusto, previo a la conferencia de prensa. Lo había invitado la joven encargada de medios del importante acontecimiento cultural que esa mañana se iba a presentar. El reportero (gordo, viejo, calvo y acabado, decía de sí mismo cada que se miraba en el espejo) la conocía de un año atrás, y ya estaba más que enamorado de ella. Total que desayunaba ahí en el hotel junto a otros reporteros hambrientos, pierna contra pierna, en una mesa inmensa. El perfume de algunas de sus colegas se colaba hasta sus narizotas como el más potente de los afrodisíacos, y el reportero se decía a sí mismo que era muy temprano como para tener esos pensamientos tan sucios que le provocaron una repentina erección. Pasaron no muchos minutos y los altos funcionarios presentaron el importante acontecimiento cultural: dijeron su demagógico discurso mientras los “compañeros de la prensa” deglutían ricas enchiladas y café negro con panecillos. El reportero pensó entonces que bien podía hacer la pregunta incómoda de la mañana, aquella por la que el resto lo respetaría, por la que algunos otros se ganaban premios, por la que sería conocido como un periodista mordaz y comprometido. Eso pensaba el reportero de cincuenta y tantos años mientras miraba a su amada a lo lejos, mientras ella pasaba el micrófono a sus colegas para que hicieran las preguntas de cajón. La joven, unas dos décadas menor que el reportero, vestía traje sastre negro y llevaba el cabello peinado con una discreta diadema. Sin duda era muy bella y sin duda el reportero no lo era. Fue así que este hombre pidió el micrófono y se dispuso a hacer el cuestionamiento que traía entre manos. Señores, dijo, ¿qué me pueden decir sobre/ Pero se detuvo. ¿Y si por esa pregunta la mujer que amaba recibía alguna represalia? ¿Si perdía su trabajo por su impertinencia y vanidad? El reportero tuvo que recular en el momento y reestructuró veloz lo que iba a decir por un comentario halagador que los altos funcionarios aceptaron gustosos. La chica encargada de los medios miró de lejos al reportero y le regaló una de esas sonrisas por las que él estaba rendido a sus pies.
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