Media hora estuvo esperando el trolebús Eleuterio Rojas, burócrata y solitario, media hora en la cual, además de revisar un chismerío de tuiter, se percató del hombre que tenía enfrente cuando la fila avanzó unos centímetros y este sujeto nomás no avanzaba porque estaba embebido en su lectura. Fue ahí que Eleuterio Rojas, burócrata, solitario y dueño de unos canarios, se dio cuenta de que este individuo leía unas hojas inmensas, quizá del tamaño de dos hojas tamaño oficio juntas, o un poco más, impresas en una tipografía gigantesca; el hombre llevaba puestas unas gafas cuyo grosor, pensó Eleuterio, sería de al menos medio centímetro, o de un centímetro completo, lo cual le pareció monstruoso a Eleuterio, una barbaridad, aunque no tanto como la forma en la que leía aquel hombre: con el rostro pegado a las hojas, la nariz desplazándose entre las letras como si fuera el olfato y no la vista lo que usara para decodificar aquellos signos. Entonces Eleuterio Rojas, burócrata, solitario, dueño de unos canarios e hijo único, dejó a un lado su teléfono móvil y se concentró en aquel individuo del que quiso saber su nombre aunque solo se limitó a observarlo: vestía un suéter viejo, sucio, al igual que sus pantalones, su calzado y su gorra, cuya visera también chocaba contra las páginas que leía con muchísima dificultad: apenas avanzaba un par de palabras, el hombre despegaba el rostro de ellas y “miraba” al frente, al infinito, y movía los labios, en silencio, como si estuviera memorizando o digiriendo aquello que había leído. Eleuterio Rojas miró los pequeñísimos ojos del hombre detrás de aquellos cristales, miró cómo llevaba la mochila entreabierta y dentro de ella unos fólders con más lecturas, además de una bolsa de frituras que el hombre dejó intactas. En esa media hora el hombre apenas había avanzado un par de párrafos, notó Eleuterio, quien se preguntó, no sin cierta ansiedad, qué carajos lo tendría tan entretenido. Pese a que la letra era inmensa, Eleuterio no logró ver el título del texto hasta el tercer intento. De los Apeninos a los Andes, Edmundo de Amicis. Eleuterio Rojas, burócrata, solitario, dueño de unos canarios e hijo único, no lo pudo creer: aquel era el cuento que su padre le leía todas las noches cuando era niño. Quizá la época en que fue más feliz.
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