Por Cormac McCarthy*
Esto me recuerda la fiesta de carnaval que celebraron un año en New Port. Había un tío que tenía un mono o un gorila, o lo que sea, y que era así de alto. La verdad es que era tan alto como el Jimmy ese. Lo tenían allí, y si te atrevías a ponerte unos guantes de boxeo y a meterte en el cuadrilátero y aguantabas con él allí dentro tres minutos, te daban cincuenta dólares.
Pues bien, los chicos con los que estaba no hacían más que darme la murga. Yo cogido del brazo con una chica que no paraba de mirarme como si fuera un ternero derribado. Los chicos azuzándome. Creo que también habíamos bebido bastante whisky, no me acuerdo. Así que me quedé examinando al mono ese y pensé: ¡Qué coño! Pero si es igual de grande que yo. Estaba allí subido en una silla. Recuerdo que estaba sentado en un taburete comiéndose la cabeza de una lombrada. Sin pensármelo dos veces exclamé: ¡Mierda! Levanté la mano y le dije a aquel tipo que lo intentaría una vez.
Entonces nos metieron allí, me pusieron los guantes y tal, y el dueño del mono me dijo: No le golpee muy fuerte, porque si no se volverá loco y entonces puede encontrarse con un problema muy gordo. Yo pensé: Lo que intenta es que el mono este se libre de una buena paliza. Intenta proteger su negocio.
Así que subo y salto al cuadrilátero ese. Me sentía como un verdadero imbécil, todos mis colegas gritaban, me animaban, y bajé la vista para mirar a la pequeña chica con la que estaba y le guiñé el ojo de forma generosa y en ese momento sacaron al mono. Le habían puesto un bozal. Me miró apaciblemente de arriba a abajo. Entonces dijeron nuestros nombres y tal, no recuerdo cómo se llamaba ese mono, el chico hizo sonar una campanilla enorme de esas que sirven para llamar a comer, di un paso y di una vuelta alrededor del mono. Le mostré un poco el juego de piernas. No parecía que fuese a hacer algo similar, así que estiré el brazo y le solté un puñetazo. Tan solo me miró apaciblemente. No hacía otra cosa que ponerme en guardia y volver a golpearle. Le di otro en un lado de la cabeza. Al golpearle, su cabeza se inclinó hacia atrás, movió los ojos de forma tranquila y graciosa y yo dije: Bueno, bueno, pero qué majo es. Ya me he ganado los cincuenta dólares. Me escabullí y me acerqué para golpearle de nuevo, pero en ese momento dio un salto y me metió el pie en la boca como si quisiese sacarme la mandíbula del sitio. Ni siquiera podía gritar para pedir ayuda. Pensé que nunca me quitarían a aquel bicho de encima.
Fragmento de su novela Hijo de Dios.
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