Departamento de juguetería

Confinado en un pequeño espacio del departamento de salchichonería, con un gorrito en forma de cuernos de reno sobre su cabeza -y un cubrebocas estacionado en su cuello-, Ramón ofrece un nuevo embutido (partido en pequeños trozos distribuidos en una enorme charola circular) a los clientes que pasan frente a él. Sin embargo, en este momento de la tarde, en esta solitaria tienda de autoservicio ubicada en algún municipio de la periferia de la ciudad, hay muy pocas personas; en realidad hace rato que Ramón no ha ofrecido su producto a nadie. Frente a este individuo, que de pronto hurga en su nariz para deshacerse de mocos secos, está el departamento de juguetería; un departamento que, así como está, de pie y rascándose las narizotas, Ramón observa sin poder creer que hace apenas veinte, veinticinco años, él adoraba visitar. Lo hacía junto a sus padres, en esa misma tienda, para emocionarse a lo grande entre aquellos juguetes que, vale decir, jamás pudieron comprarle. La vida entonces, de cualquier modo, era mucho más bella para Ramón: ahora está ahí, dos décadas y cacho después, pero sin ilusión alguna. Sin la emoción infinita que por aquellos días le causaba pararse en ese mismo sitio. Eso piensa Ramón cuando lanza con el índice una bola dura al suelo y un pequeño, de unos siete años, se acerca a él y le pide una de esas muestras gratis del nuevo producto. Fuera de su ensimismamiento y procurando esbozar una sonrisa, Ramón le da la muestra al niño, quien al comerla se retuerce de felicidad como él mismo hiciera a esa edad que apenas un instante antes había evocado. Es entonces que la madre del pequeño se acerca, sonriente, y sin más ni más le pregunta a Ramón: ¿Ramón? Él primero titubea ante la belleza deslumbrante de la mujer, pero le bastan tres segundos más para percatarse -y recordar con absoluta nitidez- de la persona que tiene enfrente. ¿Rosaura?, pregunta ahora Ramón, y sonríe más por la sorpresa y los nervios que por cualquier otra cosa. ¿Cómo has estado?, ¿hace cuánto que no nos vemos?, ¿quince, veinte años?, dice ella. Por lo menos, alcanza a decir él y continúa: Vaya, estás igualita (está mucho mejor, piensa), y a continuación observa al niño que ahora toma por la pierna a su madre. Yordi, mira, él es Ramón, un amigo de la primaria, dice Rosaura, pero el niño ya no está contento y le pide que se vayan, con la cabeza gacha, a punto de armarle un buen berrinche. En ese momento Ramón repara en la gravedad de su situación: él, quien siempre fue un excelente estudiante, está ahí repartiendo muestras gratis de embutidos frente a quien fuera su primer y gran amor. Por lo que sobre todo recuerda, con mucho pesar, cómo alguna vez le dijo a ella que le encantaría ser arquitecto o, si podía, pianista. Uno famoso. Y cómo ella le decía que con esa inteligencia él podía hacer cualquier cosa que quisiera en la vida. Ramón piensa entonces, al ver a Rosaura tan bella y con su hijo a cuestas, que quizá ella también evoca eso mismo y que, por lo tanto, se avergüenza de él. Pero la mujer no dice algo al respecto, saca de su bolso de mano una libreta y en ella anota su número telefónico. Ahorita no tengo tiempo de platicar, le dice Rosaura a Ramón al entregarle el papel, pero llámame y nos tomámos algo. Luego la mujer se despide de un abrazo y un beso en la mejilla, con el niño todavía encabronado sobre su pierna y, enderezándolo, se retira, devolviendo la vista atrás de vez en vez con su reluciente sonrisa. Ramón permanece impávido un momento más en aquel frío y solitario pasillo. Luego echa un vistazo al papelito y alcanza a sonreír también.

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