El frío de por sí fue muy inusual aquella noche en que salí por última vez con Camilo, un Rottweiler de cuatro años con el que podía pasear a cualquier hora sin temer por nada, ni siquiera por los malandros que a veces sacaban a sus Pitbulls (el Rottweiller probablemente sea la única raza que puede hacerles frente sin titubeos), ni por los policías, que a veces nos miraban feo desde sus patrullas pero no se atrevían a bajarse y pararnos. Vaya, de quien fuera que se nos atravesara en el camino yo no tenía miedo cuando paseaba con aquel perro. Quién iba a decir que la amenaza de esa ocasión fue una ancianita que Camilo vislumbró a la distancia: como siempre hacía, el animal paró las orejas al oler a lo lejos a la vieja, y se irguió, en pose desafiante, pero aminorando muchísimo la marcha, mucho más que nunca, y la posición en que colocó su cuerpo fue similar a la de los caballos cuando alzan demasiado las patas en los desfiles (soy paseador de perros, no sé muy bien cómo describirlo, pero nunca lo había visto así). Conforme estuvo más cerca pude ver mejor a la anciana: llevaba consigo una bolsa de mandado, de esas clásicas que raspan al tacto por su gruesa costura de metal (o de lo que sea), y la cabeza la llevaba envuelta en una pañoleta. Al principio -sin prever su peligrosidad- supuse que sería descortés si pasábamos Camilo y yo junto a ella, así que crucé la calle solitaria y helada por la que íbamos para que la mujer diera sus lentos pasos libre, sin aspavientos. Pero cuando la anciana hizo exactamente el mismo movimiento que nosotros, para enfrentarnos en vez de para esquivarnos, los huevos se me cayeron hasta el piso. Nunca había visto tan aterrado a Camilo, quien se jaloneó hacia atrás (otra vez, como caballo, pero ahora como los de las películas, cuando saben que enfrente tienen un peligro ineludible). Me detuve entonces por completo, pero la anciana otra vez hizo lo mismo y se detuvo frente a nosotros, sin dejo alguno de temor; al contrario, su cara era verdaderamente aterradora: de sonrisa chimuela y con los ojos negros en su totalidad. Camilo se jaló entonces con toda su fuerza hacia atrás, para huir, y yo forcejeaba con él para que no me dejara ahí solo con aquella bruja (o lo que fuera), pero la fuerza del perro era tal que terminé por soltar la correa y caer al piso, de boca: me di un chingadazo en la barbilla contra el pavimento, y apenas levanté un poco el rostro unos segundos después vi a Camilo escapar, corriendo a toda velocidad en dirección contraria a la de la casa (ya veníamos de regreso del paseo nocturno). Supe entonces que detrás de mí estaría la anciana demoníaca con las garras de fuera, los ojos ahora rojos, ya lista para devorarme o hacerme no sé qué cosa, pero cuando pude incorporarme y voltee por completo, la mujer me extendió su mano para ponerme en pie.
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