Catorce años tenía Genaro entonces y ya parecía todo un hombre: los brazos musculosos, el naciente bigote, la voz de tono cada vez más grave. Así se lo hacían ver todos y ella especialmente: Tania, una de las estilistas del barrio. La mejor, decía él, pues siempre iba con ella a cortarse el pelo: a veces cada dos semanas, a lo mucho cada tres (por lo que realmente nunca lo tuvo largo). Y es que ella le decía que qué guapo estaba, que si fuera más grande ya sería su novio, y él, Genaro, en su timidez no le contestaba, pero se dejaba acariciar por ella, por el roce de sus manos cuando le emparejaba el pelo de la mollera; por el roce de sus piernas cuando Tania se movía de un lado a otro entre el clac clac clac de las tijeras. Y entonces se miraban el uno al otro a través del espejo: él siempre bien sentado en la silla alta y giratoria, enfundado en un enorme plástico naranja; ella con sus clásicos jeans y blusas de algodón de delgados tirantes y escote amplio; los labios rosas y las pestañas perfectamente enchinadas. Y se sonreían. Pero Genaro, al momento de irse, luego de la sacudida de cara con escobeta y talco, en su timidez se limitaba a pagarle a Tania el costo que se sabía de memoria por el corte, y cabizbajo salía de ahí, con erecciones que muchas veces culminaron en chaquetas. Hasta que Genaro decidió, cierto día, decirle algo, no sabía muy bien qué. Al fondo de la estética había un bañito, un espacio en el que la estilista tenía guardado el cambio, y seguro ahí, lejos de todos, él podría decirle eso que tanto quería pero que por pinche sacatón había dejado encajonado. Así que esa vez acudió a la estética, decidido, y sonriente le pidió a Tania el corte de siempre, pero ella no se molestó en sonreírle, ni en hablarle, ni en preguntarle cómo le había ido en la escuela, ni en cómo iban las cosas en casa o cómo estaba su mamá, ni si había comido ese día o si había visto las caricaturas. Nada de lo que hablaban entre sonrisas todas las otras veces le dijo Tania a Genaro aquel día, cuando de pronto ella ya estaba limpiándole la nuca con la brocha repleta de polvo perfumado. Se miraron entonces cara a cara, de pie, sin espejo de por medio, y ella miró luego al hombre que estaba ahí sentado, esperando, con una gorra puesta, leyendo una revista de espectáculos, quien de un momento a otro se puso de pie, dejó la revista sobre todas las otras, abrazó a Tania por la cintura, por detrás, y algo le dijo al oído, algo que Genaro no habría querido escuchar, pero que escuchó y que lo hizo no volver más ahí.
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