Así fue, al amparo de la oscuridad de la sala de tus padres, del sonido surround de su estéreo, tocando de aire una furiosa canción con dos amigos, que la música decidió que te dedicarías a ella. No le importó si eras hábil o no, si tenías aptitudes o no; lo único que quizo de ti fue tu devoción, resistencia y amor (que son casi lo mismo). Entonces te metiste un rato a estudiar, en la academia de música local, y te saliste pronto porque nadie, y tenían razón, apostataba porque tocar metal en México fuera viable. Pero tocaste, tocaste a pesar de la ingratitud, la envidia, los tropiezos, las pedas, los abandonos. La nula paga. El nulo público. Tocaste gracias a la camaradería, a las pedas, a los dos o tres toquines memorables, a los discos, a las playeras. A los amigos. Y seguiste. Y siguieron. Y un día, trece años después, tributando a uno de los grupos de los que mamaron (con albur), tocaron frente a una de las audiencias más chingonas que hayan visto, en un poblado cercano al suyo; no en Europa, no en EU, no rozándole los huevos al éxito. Como siempre han hecho. Y se entregaron, y se abrazaron, y al final volvieron a casa por una carretera silenciosa y bachienta, intercambiando comentarios del evento (como siempre han hecho), y te dejaron ahí, en el barrio, en esa misma casa, que como siempre te recibió a oscuras pero con ese aroma cálido, inolvidable, que te roba el llanto apenas entras, para de inmediato acostarte y taparte con una cobija que estuvo en el mundo antes que tú y que siempre ha estado en tu cama aunque ya no sea tuya, y agotado por el doble pedaleo y los tamborazos te dormiste firmando nuevamente el contrato que te llevó hasta ahí y el cual no piensas rescindir. Pase lo que pase.
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