Dijeron que tenía 18 años de no ir al pueblo, y quizá era verdad. Así que caminamos a su centro –al que nunca había ido–, y vimos sus animales, los gruesos elotes en la milpa y en la olla cociéndose; con chinicuiles y pulque avanzamos por las calles ya pavimentadas para luego darnos unos tacos “del mejor suadero de la comarca” y escuchar, a lo lejos, lo que menos esperábamos encontrarnos en aquella plaza cada vez más concurrida, con esa lona que anunciaba la feria de Temascalapa 2019: una propuesta de rock mexicano (Mexican Experimental Psicodelic, como se definen ellos mismos) explosiva, dolorosa, honesta, con miembros oriundos del lugar y del cercano poblado de Tizayuca. Era una de esas bandas que de inmediato te engancha por su calidad, de esas a las que les deseas, y en especial les auguras, no solo el éxito y el reconocimiento, sino que encuentren a su público. Cómo se llaman, le pregunté entonces, con urgencia, al vocal al acercarme, y me dijo dos veces, pero las dos no le entendí, así que esperé hacia el final de su breve set (que gocé al máximo, incrédulo) y me acerqué al tecladista, quien me aclaró el nombre de la banda y de inmediato lo apunté lo mejor que pude en la memoria enrevesada por el curado de piñón y de guayaba. Y prometimos buscarlos. Y aquí están.
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