La escritora recopiló todas sus notas de rechazo, que tenía apiladas desde hacía cinco años en un rincón de su casa, y formó con ellas un nuevo manuscrito al que tituló, en honor a uno de sus autores más odiados: Secuelas de unas larguísimas notas de rechazo. Puso el inmenso bonche frente a la editora del importante consorcio editorial, quien al verlo dijo: Pensé que venía por parte de, y mencionó el nombre de una importante agente literaria. No, señora, respondió la escritora, vine a ofrecerle mi nueva obra. Qué le parece: más de trescientas páginas de menosprecio hacia mi trabajo. Que es lo mismo que menosprecio hacia mi persona. No pienso permitirlo un segundo más, así que escúcheme bien: o salgo de aquí firmando un contrato para su publicación, o usted no sale de aquí, dijo la escritora y al momento sacó un estilete que llevaba bajo la manga de su lindo saco. La editora, boquiabierta, le dijo asustada que se calmara, que llamaría de inmediato a la encargada de derechos de autor. Lo dijo conforme descolgaba el teléfono y marcaba una extensión. ¿Sí?, y pronunció el nombre de la encargada de derechos de autor, ven de inmediato con un machote de contrato preparado. Ajá, aquí tenemos a la señorita, y dijo el nombre de la escritora luego de buscarlo y leerlo en una de las muchas notas de rechazo que tenía frente a sí; quien publicará con nosotros su nueva creación… La escritora sonrió entonces, victoriosa. Tengo por lo menos veinte cartas de este lugar, dijo ahora, mirando a su alrededor. Son cartas muy bonitas, muy amables, que le hacen pensar a una que de verdad tiene oportunidad. Pero no, ésta nunca llega, y al decir eso se puso seria de nuevo y miró a los ojos a la editora: una tiene que venir a buscarla personalmente. Entonces un toquido en la puerta. Adelante, dijo la editora, con la voz un tanto temblorosa, y la encargada de derechos de autor entró con el machote en las manos, y al ver el estilete de la escritora apuntando a la cara de la editora lanzó un grito y el bonche de hojas cayó al suelo, desperdigándose. La escritora, alterada, se levantó de su silla apuntando el estilete a la encargada de derechos de autor, primero, y luego a la editora, otra vez, quien ya tenía el teléfono entre su oreja y su boca y llamaba casi llorando a la seguridad del edificio. Cuando colgó las tres se quedaron un instante mirándose.
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