Por Margarita Paz Paredes*
Las palabras tienen un sabor definido,
una envoltura táctil,
una vital presencia,
un color, un peso, una fragancia.
Nosotros, los culpables,
casi nunca sabemos
en qué molde podemos acogerlas,
retenerlas, darles calor y vida,
tierra donde germinen,
ramas donde florezcan,
brisa que las envuelva.
Cuántas, cuántas palabras muertas
al iniciar su vuelo.
Cuántas, cuántas palabras
en busca de horizonte,
mudas y aniquiladas
por un absurdo miedo
de mostrar su inocencia.
Ahora que se me agolpan insistentes
en el túnel del alma;
que tengo en la garganta
su sabor agridulce;
qué insólitas, dibujan con sus manos etéreas
el nombre ya cotidianamente acostumbrado
a mi vigilia,
o acompañándome
en los breves instantes sustraídos
al tiempo malogrado;
ahora que repentinamente se rebelan;
me exigen su cálida morada,
la redoma que guarde su perfume,
el eco que responda a su mensaje,
la boca que las guste,
el pecho que sea templo y campanario
para su comunión y su aleluya.
¿Cómo explicarte entonces, este hallazgo?
Las palabras ahora, mis palabras,
tienen un dulce peso acompasado
al temblor de tus brazos;
su forma delicada
puede llenar el molde de tu frente;
su languidez sonora
esparcirá su música en tu oído,
y habrá de estremecerte su secreto,
cuando por fin, henchido de preguntas,
ávido y presuroso a recibirlas,
abras de par en par las puertas de la esfinge.
*Poema incluido en su libro Señales.
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