Todas las resacas comienzan con un inventario. A la mañana siguiente, la mía empezó por mi boca. Había pasado toda la noche cociéndome y mi boca estaba tan seca como un hueso de pollo de hace dos años. Mi cabeza era una pequeña prisión, llena de gritos de alarma y dolor, y cada movimiento parecía agitar trozos de cristal roto dentro de mi cráneo. Inspeccioné mi brazo derecho, que estaba cubierto de sangre, y vi que aún tenía dentro trozos de cristal. Y esto no es ninguna metáfora. Me dolían las piernas, pero cada una de forma muy distinta.
Tres cuartas partes de mi cuerpo se encontraban bastante destrozadas: “Vaya noche debí pasarme”, pensé con aire ausente. Entonces recordé que me había abalanzado sobre mi mejor amigo a la salida de un bar. Y, ahora que lo pensaba, eso fue antes de que intentara derribar su puerta a patadas y rompiera una ventana de su casa. Y recordé, por un instante, la mirada de horror y de miedo en el rostro de su hermana, una mujer a la que adoraba. Había sido tan hijo de puta que mi mejor amigo me había tenido que apuntar con una pistola para que me fuera. Y entonces recordé que me había quedado sin trabajo.
Fue una cascada de remordimientos, a plena luz del día, de esas que conocen bien todos los adictos. De esas en las que crees que ya nada puede empeorar, pero empeora. Cuando se toca fondo, la fría realidad siempre es una sorpresa. Durante quince años había hecho un recorrido aparentemente natural de fumar porros a ser un alborotador, de pendenciero a desagradable matón. A mis treinta y un años estaba quemado en mi profesión y corrupto moral y físicamente, pero todavía me quedaba casi un año en aquella espiral. Esa vida, la Vida, aún no había terminado para mí.
Desperté desnudo, sobre mi cama, lleno de vómito.
Un dolor trepidante en mi cráneo.
Sin mi teléfono.
La culpa atravesándome la espalda (no era la primera, pero quizá la última vez que lo sentía) por aquello que seguramente había hecho.
Vaya noche debí pasarme, pensé.
Así que más tarde, caminando por una larguísima calle sin iluminación, con una cerveza en la mano, decidí dejar de beber.
Y de fumar, de paso.
Por lo menos un tiempo.
Lo hice aproximadamente un año y medio; todo un récord para alguien que desde los doce había empezado a beber y jamás había podido dejar de hacerlo.
Del mismo modo hubo un día, mucho tiempo antes, en que me propuse ser periodista. Como David Carr, a quien pertenecen las palabras que principian este texto, que seguirán después, y que arranqué de su libro La noche de la pistola. No recuerdo muy bien cómo lo descubrí, pero su texto de contraportada, y esta reseña, instigaron de inmediato el deseo por devorarlo.
Fue a los quince años, cuando entré a la prepa, cuando me preguntaban qué vas a estudiar y yo decía periodismo, cuando me preguntaban qué quieres ser de grande y yo decía periodista.
Para entonces había leído un buen bonche de revistas sobre videojuegos, y comenzaba con las de música. Música metal. De ellas lo que más me gustaban eran las reseñas de discos o de juegos.
Las entrevistas.
Para entonces ya había leído un par de libros, besado (de lengua) a un par de chicas, bebido unos cuantos tragos de brandy y ron. Un bebé de brazos, lo sé, comparado con otros.
Tres años después, casi cuatro (a mis dieciocho, diecinueve), entré a la universidad, a la carrera de comunicación, la cual, en algún punto, desembocaría en la especialidad de periodismo. Fue el primer gran logro de mi vida: llegar a la universidad más importante del país viniendo de una escuelita privada de un violento municipio de la periferia. Ahí nadie creía que había pasado el examen, pero quienes supieron que pretendía escribir reseñas en revistas, reportajes en periódicos, me congratularon: lo lograste, es tu primer paso, dijeron, con una sonrisa en el rostro: en mí, para ellos, para el lugar del que provenía, había un dejo de esperanza, de que las cosas podían ser mejores para todos.
Una ilusión que no tardé en desbaratar.
En su inmensa novela, La senda del perdedor (Ham on rye), Charles Bukowski narra el momento en que precisamente entra a estudiar periodismo, el día en que en una clase les piden hacer la crónica de un acontecimiento, la visita de un político a su localidad. El joven y rebelde Chinaski, huraño, apático y antisocial como es, decide no ir al lugar de los hechos e inventarse todo en un relato. El día que lo entrega la profesora en turno lo felicita y destaca frente al grupo. Él, al terminar la clase, le confiesa su engaño. Ella le dice que no importa, que lo importante fue haber escrito de ese modo.
Lo mismo me pasó a mí.
(Y para mí es significativo enunciarlo, pues Bukowski es uno de mis héroes literarios, por si no había decepcionado a suficiente gente hasta el momento.)
Hacia el sexto semestre de la carrera, que era cuando se entraba a la especialidad, en una clase cuyo nombre no recuerdo, dejaron como tarea de fin de semana escribir una crónica de una visita al Zócalo de la ciudad. Olvidé por completo dicha misión, así que el lunes, antes de la clase, aproveché el tiempo muerto de un grupo como de sesenta personas y me puse a escribir a mano un par de páginas, o una sola, sobre mi experiencia en el centro de México.
— ¿Quién es Abraham? — preguntó la chica que fungía como adjunta una vez revisadas las tareas de casi todos. Discretamente alcé mi pequeña y horrenda mano izquierda, a sabiendas que iba a recibir mi merecido.
— Felicidades, muy buen texto, de los mejores que he leído hasta el momento.
No podía creerlo: empezaba mi carrera periodística con una invención. ¡Y una buena!
Un par de semestres después, o ese mismo, otro profesor me enseñó que escribir bien no era un delito periodístico (quizá solo eso de inventar). Era al contrario: había que fomentar la buena escritura periodística por medio de la lectura de buena literatura. A los destacados en la materia de su clase terminó por llevarnos a un taller literario, donde algunos encontraríamos camino. Yo, en específico, me descubrí de pronto queriendo ser escritor.
No, no tenía idea de lo que quería.
En el panteón de los peores días de mi vida está el día en que me despidieron, pero no recuerdo con exactitud cómo de malo fue. Se supone que debería guardar un recuerdo muy vivo. Pero eso pasó hace veinte años.
Aunque tuviera una memoria prodigiosa, que no la tengo, los recuerdos, muchas veces, se alteran. En parte es una cuestión reflexiva, el intento de enterrar unas verdades que no pueden digerirse. Pero otros recuerdos no son más que mitos de redención venidos a menos. Un relato personal no consiste sencillamente en abrir una vena y dejar que fluya la sangre hacia cualquiera dispuesto a mirar. El yo histórico se crea para mantener a raya las disonancias y hacer que la historia sea aceptable en el presente.
Pero mi pasado no tiene conexión con el presente. Estaba aquel tipo, una máquina de hilaridad que cayó en desgracia, y está este tipo, el que tiene una familia, una casa y un buen trabajo como reportero y columnista en The New York Times. Para relacionarlos no basta con escribir. Una primera versión de mi historia puede sugerir que di un pequeño rodeo por el consumo de narcóticos, que pasé por un periodo aberrante de comprar, vender, esnifar, fumar e inyectarme cocaína. Y que, cuando conseguí superarlo, todo fue bien.
El meme de la degradación seguida de la salvación es un recurso tradicional en literatura, pero ¿transmite la complejidad de lo que realmente sucedió? A todo el mundo le contamos lo que necesita saber, incluyendo a uno mismo. En Notas del subsuelo, Fiódor Dostoievski explica que el recuerdo — incluso la memoria — es fungible y que, a menudo, deja fuera verdades atroces. Escribe: “El hombre está obligado a mentir sobre sí mismo”.
No soy un mentiroso entusiasta ni experto. Aún así, ¿puedo contarles una historia verdadera sobre el peor día de mi vida? No. Para empezar, no fue el peor día de mi vida, ni mucho menos. Y quienes estaban allí juran que las cosas no pasaron como las recuerdo, ni ese día ni muchos otros. Y, si no puedo contar una historia verdadera sobre uno de los peores días de mi vida, ¿qué voy a hacer con los demás días, con esta vida, con esta historia?
David Carr lo es.
Un escritor verdadero.
Y un periodista en toda regla, que es casi lo mismo cuando quien escribe es devoto de la palabra escrita.
Un valiente que se investiga a sí mismo, sin miramientos, con las herramientas del periodismo (no fiándose de sus dichos, o de su memoria). Y de la literatura, pues su escritura tiene esos alcances (como en las cursivas se habrá visto).
Cada una de las páginas de su libro dan cuenta del hombre de carne y hueso que fue, que se equivocó, que estuvo más que dispuesto a aceptarlo hasta resarcir, o tratar de hacerlo, los daños; para vivir un poco en paz después de atravesar el infierno que él mismo desató. No es fácil mostrar las miserias en público. Porque no, no se vendió a sí mismo (como tan en boga ocurre en estos días) como alguien impoluto, impecable, intachable, y que además escribe mejor que todos porque es mejor que todo el mundo. Esa basura que hoy nos rodea. No. Carr se precia vulnerable, falible en toda su humana condición; eso que, también hoy, estamos dispuestos a negar a la primera. Nuestra oscuridad. Nuestra propia sombra.
Qué miserables somos.
Qué tristes, sin honor.
En fin, que las palabras de Carr trastocan. Transgreden y deleitan. Y en mi caso, además, complicaron la escritura. Como balas que no quieren dispararse. Porque no quise acabar con ellas. Quise que me acompañaran otro poco, que dialogaran otro rato conmigo. Para platicarle a este cabronazo de aquellos días en que me sentí igual que él. Yendo alcoholizado o drogado al trabajo, a una entrevista, a una cita, a cualquier parte; comportándome como un desgraciado a la menor provocación con quienes quería. Vivo, aunque quizá deseoso de morirme.
Pero maldito dicho, tiene toda la razón: todo por servir se acaba.
Y David Carr me dejó solo, a mis treinta y un años, frente a la luz del monitor, desplazando mis torpes índices sobre la oscuridad del teclado, con un trago de aguardiente a mi derecha, triste música de fondo, y la incertidumbre de si algún día podré redimirme o si me pudriré escribiendo todo esto.
Texto publicado originalmente en CanCerbero.
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