El taller de escritura

Por David Sedaris*

No sé quién inventó el modelo de taller de escritura, pero quienquiera que fuera parece haber alcanzado el equilibrio perfecto entre sadismo y masoquismo. Ahí tenemos un sistema diseñado para eliminar el placer para todos los implicados. La idea es que un alumno aporta un relato, que es leído y concienzudamente criticado por el resto de la clase. En mi experiencia el proceso como tal funcionaba: es decir, las historias se entregaban, fotocopiaban y distribuían para todos. Dobladas, entraban en bolsos y mochilas, pero a partir de ahí el sistema tendía a colapsarse. Cuando llegaba el momento de la crítica, la mayoría de los alumnos se comportaba como si la tarea hubiera sido confinar los relatos en un área oscura y cerrada y evaluar su reacción ante la privación sensorial. Incluso cuando se leían en voz alta en clase, las discusiones tendían a ser breves, ya que la cmbinación entre buenos modales y una absoluta falta de interés evitaba que la mayoría de los participantes expresara su sincera opinión…

Con algunas notables excepciones, la mayor parte de los cuentos eran velados relatos de lo que sucedía al autor en los días en que él o ella trataba de terminar el cuento. Los compañeros de cuarto no paraban de salir de la ducha, y las camareras aparecían como por arte de magia para servir los aros de cebolla y los burritos del desayuno que manchaban las páginas de los manuscritos. La falta de originalidad me molestaba, pero no tenía dónde quejarme. Era una escuela de arte, y el taller de escritura era famoso por suponer la forma más fácil de superar los créditos obligatorios de lengua inglesa. Mis alumnos habían sido admitidos por su habilidad de pintar, esculpir o grabar en video sus cuerpos hasta el más mínimo detalle, ¿acaso no bastaba con eso? Explicaban historias divertidas y conmovedoras sobre sus vidas, pero consignar los detalles en papel era, para ellos, más una obligación que una aspiración. Tal y como yo lo veía, si mis alumnos deseaban fingir que yo era el profesor, lo menos que podía hacer era devolverles el favor y fingir que eran escritores.


*Fragmento de su cuento «La curva de aprendizaje».

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