Por Raymond Carver*
Hace años, allá por el 56 o el 57, apenas había dejado atrás la adolescencia y ya estaba casado. Me ganaba la vida como recadero de una farmacia de Yakima, una pequeña ciudad del estado de Washington. Una vez fui en coche a llevar unos medicamentos a la parte alta de la ciudad. Me invitó a entrar un hombre con aspecto lúcido, pero muy viejo, que llevaba puesta una chaqueta de punto. Me pidió que, por favor, esperara en el salón mientras iba a buscar su cartera.
En el salón había muchos libros. Por todas partes, encima de las mesas, en el suelo, junto al sofá, todas las superficies útiles se habían convertido en sitios disponibles para dejar libros encima. También habí una pequeña biblioteca en una de las paredes de la sala. (Nunca había visto una biblioteca privada, hileras de libros colocados en estantes en la residencia privada de alguien.) Mientras esperaba, me fijé en que encima de una mesa había una revista con un nombre sorprendente: Poetry. Sorprendido, le eché un vistazo. Era la primera vez que veía una revista de esas que llaman «de poca circulación». También me llamó la atención un libro que se titulaba The little review anthology, edición al cuidado de Margaret Anderson. (Debo añadir que en aquel momento para mí era un misterio lo que significaba «edición al cuidado de».) Leí unas cuantas páginas de la revista y, tomándome más libertades, eché un vistazo al libro. Había muchísimos poemas, pero también fragmentos en prosa y comentarios de cada poema seleccionado. Nunca antes había visto un libro así, ni tampoco una revista como Poetry. Pasaba la vista de una cosa a otra y, en secreto, tenía muchas ganas de quedármelas.
Cuando el anciano terminó de rellenar el cheque, dijo, como si me leyera la mente: «Puedes llevarte ese libro, hijo. A lo mejor encuentras algo que te guste. ¿Te interesa la poesía? Puedes llevarte también la revista. A lo mejor algún día llegas a escribir algo. Si lo haces, tienes que saber a dónde mandarlo.»
Dónde mandarlo.
Noté algo, no sé exactamente qué, pero sí que me estaba sucediendo algo importante. Tenía dieciocho o diecinueve años y estaba obsesionado con la idea de «escribir». Ya había hecho algún intento fallido con la poesía. Pero, la verdad, nunca se me había ocurrido que pudiera existir un sitio al que uno pudiera enviar esos esfuerzos con la esperanza de que los leyeran e incluso, algo perfectamente factible por increíble que pareciera, pensaran en publicarlos. Allí mismo tenía en mi mano la prueba de que existían personas en ciertas partes del vasto mundo que se dedicaban a publicar lo que otros hacían. Una revista mensual de poesía. Estaba pasmado. Para mí era una revelación. Le di varias veces las gracias al viejo y salí de su casa. Le entregué el cheque a mi jefe y me llevé a casa el ejemplar de Poetry y la antología. Así empezó mi formación.
No recuerdo el nombre de todos los autores de la revista. Posiblemente se tratara de unos cuantos poetas de prestigio junto con otros más o menos nnoveles, como sucede actualmente en la revista. Yo no sabía nada de ninguno de ellos, ni había leído nada moderno, contemporáneo, o como se dijera. Recuerdo en que me fijé en que la revista la había fundado en 1912 una mujer llamada Harriet Monroe. Recuerdo ese dato porque era el mismo año en que había nacido mi padre. Aquella misma noche, cansado ya de leer, tuve la sensación muy clara de que mi vida estaba a punto de verse alterada de un modo muy significativo, incluso, con perdón, magnífico.
La antología, por lo que recuerdo, incluía un artículo sobre el modernismo en la literatura y el papel que jugó en ello un hombre con el extraño nombre de Ezra Pound. Incluía también poemas suyos, cartas y ensayos sobre lo que se debe y no se debe hacer en la escritura de poemas. Me enteré también de que al principio había sido el corresponsal de la revista en el extranjero. Pound había sido fundamental a la hora de introducir nuevos autores a la revista, como H. D., T. S. Eliot, James Joyce, Richard Aldington, por citar solo unos pocos. Se añadían análisis de movimientos poéticos como el imagismo, cuyos autores estaban presentes tanto en Poetry como en la antología. La cabeza me daba vueltas. No sé cuánto dormiría aquella noche.
Esto ocurrió allá por 1956 o 1957, como dije antes. ¿Cuál es la razón por la que he tardado veintiocho años o más en enviar un poema a Poetry? Ninguna. Lo asombroso es que en 1984, cuando alm fin mandé varios poemas, la revista seguía viva y estaba dirigida, como siempre, por personas cuyo objetivo era mantenerla con dignidad. Una de esas personas me escribió en calidad de director alabando mis poemas y confirmándome la publicación de seis de ellos a su debido tiempo.
¿Me siento orgulloso de ello? Por supuesto que me siento orgulloso. Creo que debo estarle agradecido a aquel anónimo y encantador anciano que me regaló el ejemplar de la revista. Puede que lleve tiempo muerto y sus libros estén dispersos por librerías de segunda mano. Aquel día le dije que leería los dos ejemplares y que volvería para comentarle qué me habían parecido. No lo hice, claro. Sucedieron demasiadas cosas. Fue algo que prometí gratuitamente y que sabía que no haría desde el momento en que la puerta se cerró a mis espaldas. Nunca lo volví a ver y no sé cómo se llamaba. Lo único que puedo decir es que el encuentro fue real y de modo muy parecido a como lo he descrito aquí. Entonces yo solo era un mocoso, pero nada puede explicar un momento así, en el que me fue concedido generosamente lo que más necesitaba.
Nada remotamente parecido me ha vuelto a pasar.
*Fragmento de su libro Todos nosotros, que compila por primera vez su trabajo poético en español. La anécdota me resulta sumamente emotiva y familiar. Supongo que todo escritor tendría que pasar por algo así.
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