Todas las mañanas, cuando el sol acaricia
la ventana que cierro
por las noches,
despierto y me hinco
para rezar
una oración a la virgen
de los derrotados,
para agradecer
un día más con vida
para agradecer
un día más
sin éxito
(que es un día más
sin ti).
Pongo las palmas de mis manos, una
frente a la otra y rezo;
los ojos los mantengo
cerrados
(como la boca)
y escucho mi propia voz en la cabeza,
donde vive su imagen, que veo ahí, pues no existe
cuadro alguno que la contenga.
La virgen de la derrota está desnuda
frente a mí,
su cuerpo es como el de cualquier otra virgen
pero sin manto alguno
que la proteja
(¿de quién? si no es de Dios)
de mi mirada que se abstrae ante aquellos senos que se acercan
cada vez más
c e r c a
para darme de beber
la sangre que emana, la sangre que bulle
de aquellos pezones que ciegan
por tanta luz.
Deja una respuesta