Se maquilló como solo él sabía hacerlo (pues hacía prostéticos para el mundo del espectáculo): una rajada por aquí, una nariz más gruesa por allá, dientes más grandes, por qué no, y la barbilla distinta. Se colocó frente al espejo y miró además su traje de mesero, el saco blanco, el pantalón negro. Se miró a los ojos y supo que si alguien lo miraba de ese modo, como lo estaba haciendo él consigo mismo, lo reconocerían. Porque los ojos, pensó, en efecto no sabían mentir y eran la ventana del alma, por más lugar común que fuera. Así que se colocó las gafas que simulaban tener mucha graduación, con las cuales podría llevar a cabo sus intenciones, la razón por la que estaría ahí, en aquel lujoso salón de fiestas en el que se celebraría una boda: para matar a los novios. Llegó puntual y aseguró ser la persona que sustituiría a la persona que era él mismo, la que consiguió el trabajo tres semanas antes y que se reportó muy enferma apenas ayer, pero con un sustituto entre manos. La verdad ni él supo cómo fue que aceptaron el trato con el solo hecho de decir que aquella otra persona tenía mucha experiencia mesereando, por el solo hecho de mandarles un cv falso pero verosímil, y decirles esas cosas que había que decir para presentarse como ese otro yo asesino que era también él, y que tenía que pasar al salón de fiestas sí o sí. Así fue, ingresó al lugar sin problemas, con un rifle de cañón corto escondido en la maleta de su ropa; de pronto pensó que entre más tardara en hacer lo que tenía que hacer más se complicaría todo (al principio se imaginó bebiendo y bailando, disfrutando un poco de la fiesta), así que tan pronto estuvo la gente ahí dentro, en especial los novios, se dirigió a su mesa, la maleta con la escopeta y la ropa en uno de sus hombros, que los novios, ella divina y él ni qué decir, miraron un poco extrañados conforme observaban cómo aquel hombre de gafas gruesas, extraña nariz, mentón raro y dientes gigantescos sacaba un arma de ahí y sin preguntar ni decir nada les disparaba a quemarropa.
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