La triste osadía del Señor Segovia (II)

II

Había muchos jóvenes caminando por la acera, muchas personas con gafetes como el que yo llevaba dentro de mi bolsa. Avancé con las piernas un poco entumecidas, temblorosas, hasta que llegué a las afueras del lugar donde se llevaba a cabo la feria, un enorme centro de convenciones. Expo Guadalajara era su nombre.

Ahí sí que había mares de personas entrando y saliendo, pero antes de sumarme a esa ola informe fui al lugar al que Luis, el chofer, me recomendó para comer. No estaba muy lejos.

Era un pequeño restaurante de mariscos ubicado a un lado de otro pequeño restaurante de mariscos. Una joven con apariencia de chico me atendió. Hablaba con el acento propio del lugar.

—¿Qué le sirvo, ah?

Miré la carta que me extendió y opté por el calamar (platillo que adoro desde que mi madrina me lo hizo probar hace años, cuando era niño). Calamar, le dije entonces, y diligente la mesera pidió la orden al cocinero, que estaba ahí enfrente cocinando las órdenes previas.

Sentado en una mesa para cuatro, solo, junto a una ventana que daba hacia una pequeña calle que me recordó a una colonia de mi barrio, miré el crepúsculo que comenzaba a formarse. Y pensé en mi madre, quien no pudo acompañarme en este viaje aunque ambos lo hubiéramos querido, pues aquella era la tierra de sus ancestros, de la madre de ella, de mi abuelita Mari, quien me crió durante la infancia en aquel barrio que evoqué de pronto, por lo que le envié, a mi madre, el siguiente mensaje:

—Jefita, cómo está.

La mujer, sexagenaria y reciente usuaria del whatsapp, me contestó casi de inmediato:

—Muy bien, mijito, ¿ya está listo para su presentación de mañana?

No supe qué responderle. En su lugar me detuve a pensar en por qué me fui solo a ese viaje. Mi primera opción de acompañante, la que me hubiera encantado, era mi exmujer (¡!), como siempre, pero sabía de antemano que aquello era imposible, así que solo fantaseé con esa idea y evité lo más que pude, con éxito, hacerle dicha invitación. De ahí en fuera tenía un muy pequeño abanico de opciones, en el que estaba incluida Arcelia, Elenora (a quien llamaré así, y de quien hablaré más tarde), y mi propia madre (¡!), pero mi madre no era opción para salir de fiesta y reventarnos sin concesiones.

¿O sí?

En eso pensaba cuando el platillo con calamar, arroz y jícama llegó a mi mesa. En el lugar, en otras mesas, había un par de comensales más. No tardarían en cerrar.

—No, jefita —le respondí a mi sagrada progenitora y guardé el teléfono, cuya batería ya comenzaba a descargarse a velocidades inauditas, en uno de los bolsillos del pantalón. Me dispuse a comer. “Calamar, qué rico manjar”, pensé, me reí y de inmediato me sentí avergonzado por aquella infame rima marquetinera que acababa de engendrar tras darle la primera cucharada al plato.

Me sentí avergonzado de no tener quién me acompañara. 

Me sentí avergonzado de requerir de acompañante.

Me sentí avergonzado.

De mí.

Entonces vibró el teléfono.

—Ánimo, mijito, todo saldrá bien —respondió mi madre. Miré el mensaje, luego miré hacia afuera, hacia la calle iluminada por ese cielo anaranjado que poco a poco comenzaba a oscurecerse, y a pesar de la belleza de ese momento sentí unas tremendas ganas de no estar ahí.

Al terminar de comer, lleno a reventar, y luego de pagar la cuenta a la joven mesera, quien me advirtió que se le habían acabado los ricos postres que ahí preparaban, regresé caminando, a paso lento, hacia donde la feria.

Estando ahí, afuera de Expo Guadalajara, saqué el gafete de la bolsa y me lo coloqué. Sentí un escalofrío al ponerme esa especie de agujeta sobre el cuello. Las personas que ingresaban con una identificación como esa eran las menos, por lo que rápido logré llegar a la entrada, donde había, como en el aeropuerto, detectores de metal y vigilantes que me revisaron la bolsa y mis ropas, no así las botas de Bob el constructor. 

Desde ahí logré ver la inmensidad de aquel sitio; los primeros stands que se desplegaban, deslumbrantes, frente a mis ojos.

Me quedé así, mirando como idiota, la recepción por un momento.

—¡Avance, señor, no puede quedarse ahí parado! —me exigió entonces una de las vigilantes. Reaccioné de mi trance y avancé.

Lo primero que se me atravesó fue una hermosa edecán promocionando un exquisito tequila.

—¿Gusta una prueba, señor? Es el nuevo tequila blah blah blah… —le escuché decir a aquella joven. Ella no sabía, por supuesto, que llevaba sin beber un rato.

—No, muchas gracias —le dije un poco a mi pesar y continué caminando. 

Pronto se me revelaron miles, millones de libros de todas las editoriales habidas y por haber en español y otros idiomas (como los libros que había en el stand del país invitado, Portugal). Yo solo conocía la FIL de Minería y la FIL Zócalo. Ni juntas se le comparaban, pensé en silencio (y con todo respeto).

Por lo que avancé sin saber muy bien hacia dónde; saqué de mi bolsa el mapa impreso que también llevaba y localicé el stand de la editorial que me premió. Caminé hacia ahí. No estaba muy lejos, pues el Fondo era una de las casas fuertes. Lo primero que se me atravesó estando ahí fue, precisamente, el stand de novedades, y en él, en una pila lo suficientemente visible, estaba Metal, que antes de ser premiada se llamó Maldito sea tu nombre.

¡Madres!, me dije a mi mismo, quizá en voz alta, y como había hecho un momento antes me quedé mirando, perplejo, el libro que estaba frente a mi. De plano no lo podía creer, por lo que ni siquiera me atreví a tocarlo. Un joven, que también pasaba por ahí, se le quedó mirando al mismo ejemplar y estiró su mano para tomarlo, pero al ver de qué iba la cosa (una pistola con una calaquita roja —que diseñé yo, por cierto, en Paint, siglos atrás— apuntándole a la feis) mejor agarró otro libro que estaba a un lado.

Cuando finalmente pude moverme, opté por darme una vuelta por el stand. Ahí vi títulos de autores con los que jamás pensé que compartiría casa editorial. Rosario Castellanos, José Revueltas, Inés Arredondo, Fernando del Paso. ¡Josefina Vicens! Eso por decir algunos. Auténticas leyendas de la literatura mexicana. 

Era demasiado para mí, sin duda, por lo que miré aquellos libros sin mirarlos realmente: solo pasaba mis ojos por sus portadas, por las contraportadas cuando tomaba alguno y le daba la vuelta y leía de qué se trataban.

Regresé entonces a donde estaba mi novela. La vi ahí, apilada junto a libros que valían mucho más la pena que el mío, pensé con toda certeza. 

Por lo que mejor me fui.

A unos pasos, en el stand de otra editorial, también chingona, me encontré con un viejo compañero de mi viejo trabajo. Era JJ, diseñador gráfico e historietista. Al vernos nos dimos un abrazo.

—¡Qué gusto, cabrón, que estás aquí, ahora en tu faceta de autor! Ya eres toda una celebridad —dijo.

—No, no, nada de eso…

—Cómo chingados no. No seas modesto. Todo mundo ha hablado de tu novela. Dicen que es una auténtica obra maestra.

—Ja ja ja. Para nada. Acabo de pasar por el stand y no vi a nadie queriéndola comprar. Con decirte que ni me fijé cuánto cuesta…

—Ya verás que con los días empezarán a comprarla, te volverás famoso, y cuando nos volvamos a ver a lo mejor ya no me querrás saludar.

—No, no me friegues, JJ. Eso no va a pasar. Mejor cuéntame cómo te ha ido en esta editorial. Es una muy pesada…

—La verdad muy bien —me dijo con una auténtica sonrisa en ese rostro grande y redondo, enmarcado por sus gruesas gafas de pasta negra—, he trabajado muy de cerca con los autores, proponiéndoles cosas; algo que, como recuerdas, no me dejaban hacer en nuestra anterior querida empresa.

—Lo recuerdo, sí. ¿Y qué libros has hecho?

En respuesta, JJ se acercó al módulo de novedades de la editorial en la que ahora trabajaba y señaló un libro grande, de pasta dura. Un libro fotográfico.

—Recién formé este, con este fotógrafo.

Quizá no lo mencioné a fondo en el capítulo anterior, pero soy fotógrafo aficionado. También fue a partir del abandono de mi exmujer (el cual, por lo visto, me fue muy beneficioso) que tomé ese hobbie un poco más en serio, aferrándome un poco más a él. Tomé más fotografías de las que había tomado hasta entonces con mi no muy cara pero efectiva cámara digital réflex semiprofesional Nikon. Y fue así que desarrollé un poco mejor mi técnica, pensando incluso que, en una de esas, me había equivocado de profesión y que en vez de escribir con teclados pude haberlo hecho con luz.

Y es que hubo un día, muchos años atrás, cuando era un joven reportero de un blog que pretendía ser una página seria de periodismo en que, durante la presentación de un libro fotográfico de un famoso precursor de la fotografía de rock (Baron Wolman, de la Rolling Stone), yo, entonces un poco menos calvo y un poco menos gordo me acerqué al viejo fotógrafo para conversar. 

Al final de nuestra charla, Wolman me dijo:

—¿Y tú, amigo, tomas fotos?

—No, para nada —le contesté.

—Deberías intentarlo —me dijo con una sonrisa que tomé como una orden, y por esa razón puse en marcha dicho consejo un tiempo después, cuando le compré a un colega, fotógrafo y pintor al que llamaré Benedicto, la cámara que no pude llevar conmigo a la feria porque se descompuso un dia antes de mi vuelo (del obturador).

De esa forma, ahí, con JJ, mirando ambos aquel libro fotográfico que se estaba estrenando, aseguré:

—Me gusta mucho este fotógrafo.

—Pues da la casualidad que aquí está. Allá, sentado —dijo JJ, y señaló a un hombre con sombrero, grande, de canas, en efecto sentado en un rincón del stand, solo, mirando su teléfono.

Era Antonio Turok.

—Compraré el libro entonces. ¿Puedes hacer que me lo firme?

JJ asintió con un leve movimiento de mentón, y un momento después ya estábamos frente al fotógrafo, quien se nos quedó mirando, sin ponerse de pie, y dijo:

—Qué pedo.

JJ me lo presentó, y le hizo saber que yo era un autor premiado por el FCE y la UNAM.

—A huevo —dijo el fotógrafo, quien solo así se puso de pie. Era por lo menos del doble de mi tamaño.

—Mucho gusto —le dije, mirando hacia arriba a aquellos ojos grises—. ¿Puede autografiar mi ejemplar?

—Eres la primera persona que compra el libro —me respondió Turok, quien parecía un poco borracho. Lo identifiqué al instante. El inconfundible aroma del tequila, del segundo caballito, o de quizá media anforita. Con dificultad el fotógrafo logró garabatear algo en aquel ejemplar que recibí, un momento después, con una fuerte brazada del hombre y su enorme y maligna sonrisa.

—Gracias —le dije.

—A huevo, autor premiado —dijo.

Entonces, no sé por qué, le pregunté:

—¿Impartirá algún taller pronto?

—Pos qué quieres, o qué.

—Aprender. Soy fotógrafo amateur…

—Ah, a huevo.

Casi un año después sucedería dicho taller. Pero en ese momento, ahí en la FIL, JJ vio a la autora que, al día siguiente, presentaría el libro de Turok, una hora después de la presentación de mi novela. JJ se lo hizo saber al fotógrafo, quien volteó a verla y dijo:

—No la conozco en persona, iré a saludarla.

Yo tampoco la conocía en persona, ni la había leído, pero sabía quién era: Laura Castellanos.

Turok caminó hacia ella y nos dejó ahí parados a ambos excompañeros.

—Yo también me voy, JJ. Daré una vuelta por la feria. Es impresionante —le dije.

—Que te vaya muy bien mañana, carnal. Ahí andaremos en tu presentación —respondió el diseñador, y nos despedimos de un fuerte abrazo.

Caminé entonces por aquellos pasillos, pero antes de detenerme en cualquiera, al ver el enorme stand de mi antiguo empleo, el de la editorial donde trabajaba, no pude evitar ir hacia ahí. Di una mirada por las calles simuladas por la disposición de los muebles y por unos pequeños letreros con los nombres de los autores más representativos impresos en rectángulos blancos. Me pareció medio chafa esa estrategia organizacional, pero aún así continué viendo y di con los libros importados del sello literario, donde se hallan autores que aprecio mucho desde mi juventud, y cuyas ediciones difícilmente llegan al mercado mexicano. 

Me encontré un par de títulos. Uno de Chuck Palahniuk y uno de Denis Johnson. Miré el precio, a sabiendas de que eran caros, pero ése era mi momento: de bolsillos repletos y de mi primera vez en la FIL.

Me dije:

—Mañana, antes de la presentación, vengo a comprarlos.

Y, tras un recorrido veloz por el lugar, salí del complejo Expo Guadalajara y caminé hacia mi hotel, con el cielo completamente oscurecido sobre mí, dispuesto a relajarme y descansar. Cuando estaba a punto de entrar a mi habitación y de tirarme en una de las dos camas a mis anchas, Nayeli, mi editora, me mandó un mensaje: 

—¿Dónde estás? Yo en la feria. Ven.

Me saqué un poco de onda, pero casi al instante contesté que sí. Ella me respondió que estaba en el homenaje a un famoso autor mexicano, ya muerto, alabado siempre por el humor que impregnaba en su obra, un humor del cual dicho autor siempre renegó (en vida). Había leído un par de cosas de él, de Jorge Ibargüengoitia.

Así pues, devolví mis pasos a la feria, saqué de nuevo el gafete y entré. Con la ayuda del mapa impreso di con el lugar en el que estaba mi editora. Una vez ahí, la busqué entre las personas que ya abarrotaban la sala. Y es que aquella sería una plática entre dos autores mexicanos de mucho prestigio. Había leído a ambos: al más joven, incluso, le dictaminé una novela que éste quiso publicar en la editorial en la que trabajaba: la consideré por demás pretenciosa y poco trabajada para un autor que ya había sido publicado por varios sellos importantes; al más viejo lo había leído con cierto regocijo desde mis años como universitario: lo consideraba un gran cronista, cuentista hábil y novelista bastante capaz. Tremendo orador. Poeta repugnante.

Antonio Ortuño y Juan Villoro.

Nayeli estaba sentada casi hasta el frente. No, en realidad estaba sentada en medio. Había reservado, con su bolso, una silla para mí. Siempre que veía esa treta en las presentaciones de libros me parecía algo muy desagradable, excepto esta vez. Al verme, ella se puso de pie: me sacaba por lo menos una cabeza de estatura. Nos dimos un abrazo.

—¿Cómo estás? —me preguntó, muy sonriente.

—Muy bien, gracias —le dije, también sonriente, y ambos tomamos asiento.

Un momento antes de que comenzara la presentación entre aquellos dos, Nayeli me pidió tomarnos una selfie. El resultado no la satisfizo, pues expresó:

—No salimos tan guapos como en realidad somos.

Quise responder:

—La única bella aquí eres tú.

Pero cerré el hocico a tiempo: en ese momento los flamantes escritores mexicanos se aparecieron. Villoro abrió la cancha, como quizá a él le habría gustado decir, pero Ortuño, a mi parecer, no supo recibir el balón: no poseía el filo ni la agudeza de los comentarios del buen Juanito Uvé, a quien una vez, varios años antes, en una presentación suya, le enjareté (como lo hice con un chingo de personas) un ejemplar de El sufrimiento de un hombre calvo. Todo mundo, la fila que se formó al final de esa charla, llevaba un libro suyo para que se lo firmara pero yo, con mi pésimo gusto, le rolé algo de mi autoría.

Se sorprendió un poco al principio, cuando le dije que aquel era un libro mío y no de él, pero al leer el título de la novela dijo:

—Esta pude haberla escrito yo —y se agarró la calva, sonriendo. 

—Qué onda, ¿ya listo para el cóctel? —me susurró Nayeli en el momento menos álgido de la presentación (mientras hablaba Ortuño).

Chale, se me había pasado por completo. Pensé en que después de eso ahora sí llegaría a mi habitación, me serviría un café y dormiría las horas siguientes a pata tendida con vistas a la presentación del día siguiente.

—Vete conmigo —agregó ella—. El chofer pasará por nosotros.

Me quedé pensando, quizá un poco boquiabierto, para después decir:

—Bueno.

El homenaje para aquel autor muerto que renegaba de su humorismo acabó y salí de la feria junto con Nayeli. Así, uno al lado del otro, caminamos hacia el hotel en el que ambos estábamos hospedados (para mi sorpresa). Nos paramos un momento ahí afuera, en la bahía donde los carros se estacionan para subir o bajar huéspedes. 

Entonces ella sacó de su bolso un ejemplar de Metal

—Fírmamelo —me dijo mientras le quitaba el retractilado.

Me quedé de a seis. Luego le dije:

—No traigo pluma … —aunque en la bolsa traía un par.

Ella rebuscó entonces en su bolso y extrajo una. Me la extendió, la recibí y comencé  a escribir la primera dedicatoria que escribiría sobre un ejemplar de Metal

Un instante después, luego de que ella se fumara un cigarrillo, llegó Luis. Nayeli y yo abordamos el automóvil. Ahí dentro iba el jefe de ella, a quien llamaré José Carlos, y quien tan pronto abordamos nos dijo:

—Para este momento ya deberían estar muy borrachos… no sé qué esperan.

Y un instante después ya estábamos a las afueras de la fiesta, que no era muy lejos del hotel. El lugar era un lujoso salón medio al aire libre. La gente iba bien vestida, perfumada, arreglada. Yo iba con la misma ropa con la que llegué al aeropuerto: una chaqueta larga, desgastada y sucia parecida a la de un vagabundo.

—Ven, te voy a presentar al director de cultura de la universidad —me dijo Nayeli cuando llevábamos un segundo ahí. Yo estaba maravillado al ver a la crema y nata del mundo editorial reunida en ese sitio. Sentí, por un momento, que era parte de eso. 

Y entonces sentí pena por mí.

Antes de llegar con el director de cultura nos encontramos con Alonso Arreola, el nieto de Juan José. Me lo presentaron y, al ser él también músico y escritor, prometió muy entusiasmado invitarme a no sé qué cosa, como hicieron otras personas de las que ya he olvidado sus nombres e identidades, y con quienes nunca se hizo nada de nada. Por desgracia.

El director de cultura de la universidad era un chaparrito y calvo individuo, gafas delgadas como todo él. Pensé que su apariencia era semejante a la de un pequeño renacuajín. 

Birip, birip.

De él ya había oído hablar muchos años antes, cuando era estudiante universitario, cuando una compañera que sigue siendo poeta me dijo:

—Vamos a la clase de Jorge Volpi, en Filosofía y Letras.

—¿De quién? —le dije, en honesta manifestación de mi ignorancia, pues era la primera vez que lo escuchaba mentar. 

Total que fuimos. El salón donde se impartió la cátedra era enorme, y aún así se llenó. Algunos se quedaron esperando afuera. Ya no recuerdo de que versó la clase, pero fue sin duda muy interesante: Volpi sabía capturar muy bien la atención del estudiantado; tenía una elocuencia brutal.

Luego, cuando ocurrió lo del premio, cuando fui a recoger el respectivo cheque a CU, lo volví a ver. Estaba junto con otras personalidades de cultura de la universidad, como Rosa Beltrán, y el director de la revista de la universidad, cuyo nombre francamente he olvidado. Aquella vez iba justamente con esa chamarra de vagabundo que tanto me gusta, y también iba sudando porque corrí del metro al centro cultural universitario, donde se alojaban estos personajes en una iluminada, amplia y fresca sala de reuniones. 

Anel Pérez, quien al igual que el resto era un alto mando de cultura de la universidad (todos gente blanca y privilegiada, qué raro, pensé al verlos), me los presentó a cada uno, a quienes les fui dando la mano mientras recuperaba el aliento por la corredera. 

—Sí, recién nos conocimos —dijo Volpi al darme la mano por segunda vez, ahí, en Guadalajara, en el coctel del Fondo. Junto a él estaba un famoso escritor al que no le gustaba mostrar su imagen al público, ni en las contratapas de sus libros, según dijo, por lo que me vi sorprendido de conocerlo, aunque nunca lo había leído. 

Eloy Urroz.

—Un gusto —le dije.

Detrás de ellos una rubia y chaparrita mujer comenzó a aproximarse. Conforme lo hacía no dejó de mirarme y yo a ella, extrañado, al borde del infarto por su deslumbrante belleza, y al tenerla a unos pasos, la mujer expresó:

—¡Por fin te conozco!

No tenía idea de quién se trataba, pero recibí gustoso su abrazo. Mi editora, al intuir lo que sucedía, me susurró:

—Ella es la gerente de ventas de la editorial… —o algo así dijo.

—¡Un placer! —le dije entonces.

—El placer es mío —me dijo ella, y sonrió. Qué fea sonrisa, pensé, y le sonreí también.

—Ya, vamos por un trago —me susurró de nuevo Nayeli. Ella no tenía idea de que había dejado de beber. Sin embargo respondí:

—Bueno.

Y al despedirnos de la gerente, del poeta de la generación del crack y del director de cultura de la universidad (también escritor de esa generación, que no sé por qué se llama así), nos encaminamos directamente a la barra.


Texto publicado originalmente en CanCerbero.

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