La triste osadía del Señor Segovia (III)

III

—¿Qué vas a pedir? —me preguntó Nayeli, mirando los dos hacia la barra.

—Ahhhhmmm…

—Disculpen —intercedió un mesero, vestido con pantalón negro y saco blanco—, la barra no ofrecerá servicio esta noche; los meseros estaremos entregando las bebidas a cada quien.

—Muchas gracias —le respondí.

—Yo quiero una copa de vino tinto, por favor —dijo ella al momento.

—¿Y usted? —me preguntó el hombre.

—Para mí… ehhhmmm… ahhhmmm… tam-bién —respondí.

El mesero se retiró a servir los tragos.

—Ahora busquemos un lugar donde sentarnos —dijo Nayeli y caminó a unos pasos de la barra. Ahí se encontró con un matrimonio de editores. Los saludó. De esa pareja yo la conocía muy bien a ella, con quien había trabajado en la editorial (precisamente me recordaba muchísimo a mi madre, cuando era joven y regañona). La llamaré Luna. También conocía al marido, pero Nayeli lo conocía mejor. Lo llamaré Juampedro. 

Nos saludamos todos.

—¿Podemos sentarnos con ustedes? —preguntó Nayeli.

—Por supuesto —dijo Luna.

Un momento después el mesero arribó con la charola, sobre la que reposaban dos copas de vino. Al ver que sujetaba una, Luna, quien conocía a la perfección mi alcoholismo y mi temporal deserción, me dijo:

—¿Qué haces?

—Celebrando —dije, y me empiné la copa hasta el fondo ante el rostro atónito y poco a poco enfurecido de ella, quien dijo:

—Ni se te ocurra emborracharte, cabrón. Mañana es la presentación de Metal y no puedes llegar en mal estado, como acostumbrabas hacerlo en el trabajo.

De eso no quisiera hablar demasiado (aunque lo haré). Una vez, varias veces, preferí ausentarme, de tan pinche crudo que estaba. Mi exesposa, para hacerme el paro, la ocasión que me llamaron por teléfono para preguntar qué onda conmigo, dijo que me había deshidratado sobremanera. Su gesto, ingenuo, inocente y profundamente amoroso, fue causa de escarnio hacia mi persona por parte de mis excompañeros durante mucho tiempo.

Hasta hoy.

—No te preocupes —le dije y gocé como nunca el lento paso del alcohol. Tenía miedo, como lo tuve desde que decidí dejar de beber, un día que amanecí desnudo, vomitado, en una cama que al principio no reconocí, pero que era la mía. ¿De verdad era incapaz de controlarme?, me pregunté a partir de entonces, y eso habría de ver esa noche, pues lo único que pensaba era que, probablemente, esa ocasión no se repetiría, la de estar en la FIL Guadalajara, en esas mismas circunstancias, lo cual era, en efecto, razón suficiente para celebrar (y para contenerse).

—¿La conocías? —le pregunté a Luna al señalarle, con los ojos, a mi editora.

—Poco. ¡Ni se te ocurra acercártele, cabrón! Es casada. Tiene tres hijos.

Me quedé en silencio. No tenía idea de que mi editora era casada y que tenía tres hijos. Quería ser franco con Luna, sin embargo, decirle lo atraído que de pronto me sentía por ella, por Nayeli, pero preferí callar nuevamente.

—Ah. No sabía. Qué va, no vine a esta feria a enamorarme —le mentí, pues una de mis ilusiones más sórdidas y avergonzantes era encontrarme con el amor, tal como una amiga mía, guionista a la que llamaré Gema, me dijo días antes de que saliera mi vuelo:

—Seguro allá encontrarás el amor.

Gema estaba enamorada de mí y quería ir conmigo a la feria. Entonces le dije que a mi edad, y luego de varios años sin esposa, tenía que aprender a hacer las cosas por mí mismo. Y demás excusas. Varias veces pensé que era un idiota por no estar enamorado de ella ya que, brillante como era, cariñosa conmigo, además se preocupaba por mi bienestar. Cosa que cada vez pasaba menos con otras mujeres, que conocía de maneras cada vez más insólitas (y esporádicas).

En fin, que transcurrieron las copas. 

Al centro del lugar había una pista de baile, de aquellas con cuadros de colores cuyas luces cambian al ritmo de la canción. Sonaban cumbias, salsas, reguetón. Baladas románticas y clásicos pop de los ochenta (en español).

Llevaba un par de copas de vino encima. Nayeli, quien se paró de pronto frente mí, cuan alta era, me dijo:

—Vamos a bailar.

Yo era muy consciente de que poseía dos pies izquierdos, por lo que opté por declinar la invitación. Pero Luna, que estaba junto a mí, y que ya llevaba unas cuatro copas encima, me dijo, dándome un par de codazos:

—Tonto, ¡te está invitando a bailar!

Por lo que miré a Nayeli, me puse de pie, tomé su mano (una mano larga y fina, no regordeta y tosca como la mía), que estaba todavía estirada hacia mí, y ambos avanzamos hacia la pista.

Sonaba una salsa romántica. 

Sueño

eres mi sueño,

¡ay que nadie me levante!

Traté de recordar lo mejor que pude las lecciones de baile que décadas atrás me dieran tanto mi madre como mis hermanas (crecí entre puras mujeres, contando a mi abuelita y a mi tía maternas).

Sujeté con firmeza la cintura de mi editora. Y comenzamos.

Y entre tus sueños yo quiero enamorarte.

No soy tu dueño, solo quiero abrazarte.

Sin problema ella me siguió el ritmo. A lo lejos, a unas cuantas parejas de ellos, se encontraba Jorge Volpi. Por lo que, al oído, en un extraño susurro en voz alta, Nayeli dijo:

—Mira, hasta él está bailando.

Volteé lo más discreto que pude (torciendo el gaznate al modo de la exorcista) y miré a aquel pequeño hombre calvo, como yo, moverse deshinibidamente frente a su pareja, la hermosa gerente de ventas que momentos antes me había saludado con emoción.

—Baila mucho mejor que yo —le dije a Nayeli.

—Naaah, tú bailas bien —me dijo, me sonrió y aclaró—: él baila chistoso.

Luego de esa, y de otra pieza, vibró mi celular descontroladamente. 

Era Vicente.

Estamos afuera del cóctel de tu editorial, ¿podemos entrar así nomás?, me preguntó el rubio editor de libros académicos en un mensaje de texto que osé mirar mientras bailaba con mi editora.

Sí, claro, en un momento voy por ustedes, le respondí, también en un mensaje, con la mirada de Nayeli primero sobre mis ojos, luego sobre aquellos cuerpos que bailaban en torno a nosotros.

—Tengo que salir por unos amigos —le dije.

—Te acompaño —dijo ella.

Y así fue que salimos de la pista y nos encaminamos hacia la puerta de entrada del lugar. En efecto, afuera estaba Vicente, acompañado de dos jóvenes. Dos redactoras.

Al verme y saludarme, una de ellas me dijo:

—Ya te conocía, no en persona, pero sé mucho de ti.

Me quedé pasmado. Y es que ellos tres también trabajaron en aquella editorial donde se me bautizó como Segovia (solo una de ellas continuaba ahí, aunque ya tampoco está, creo). Por lo que imaginé que lo que aquella chica redactora de lentes y cabello crespo a la que llamaré Libertad sabía de mí eran mis locas aventuras alcohólicas y demás cosas que preferiría que nadie supiera.

—Un gusto —le dije. Y, tras presentarles a Nayeli, entramos los cinco a la fiesta.

Caminamos hacia donde estábamos sentados previamente, junto al matrimonio de editores, Luna y Juampedro. Pero unas señoras, cuya profesión nos resultó desconocida, ya medio borrachas, habían acaparado casi todos los lugares.

—Pueden pedir vino a cualquier mesero —dije entonces—. Ellos lo traerán hasta aquí —y Vicente, Libertad y María Cristina (así le pondré) asintieron. Ellos me daban la vuelta en esos menesteres de fiestear en la FIL, pues a diferencia de mí habían asistido varias veces. 

Entonces Nayeli me dijo:

—Me tengo que ir.

—¿Cómo?

—Nos vemos mañana en la presentación.

—Espérame. Me voy contigo… —dije.

—No, no. Quédate, es una noche especial para ti.

Y yo, quietecito, vi a mi editora irse por donde un instante antes habíamos caminado juntos. Sus botas largas, su cabello largo, alaciado, oscuro como su indumentaria de piel, alejándose cada vez más.

Por su parte, Vicente, Libertad y María Cristina pidieron algo de beber. Luego brindaron conmigo por el premio, por el merecido trabajo, dijo el rubio editor académico, de un autor cuya verdadera valía aún estaba por asomarse.

Yo me quedé un momento, con una nueva copa de vino tinto llena en la mano, mirando al vacío.

Luego vi a Libertad, la redactora de lentes y chinos, quien sonriente, junto a sus colegas, bebía de su propia copa un vino blanco.

Entonces me acerqué al grupo y conviví con ellos, con el matrimonio de editores que estaba cada vez más borracho.

De pronto Luna me dijo:

—Híjole, ya estoy bien peda. ¿Y ahora quién te va a cuidar?

—No te preocupes, yo me cuido solo —le dije.

—¿Me lo prometes?

Alcé la mano derecha, extendida con la copa, en señal de que sí.

—Ya mero nos vamos —dijo Luna entonces, me arrebató la copa y se la bebió de un trago.

Y así lo hicieron unos minutos después: Juampedro y Luna se despidieron y tambaleantes se dirigieron a la salida. 

Poco a poco el cóctel se fue vaciando. 

Fue que Vicente me preguntó, preocupado por saber mi nivel de embriaguez:

—¿Estás bien?

—Sí… Ya me voy. No quiero estar crudo mañana —le respondí.

—Venga, eres un escritor, tienes que ir crudo a tu presentación —me respondió con una enorme sonrisa en su rojiza y rubia cara.

Pensé en ello un momento. Era verdad: ¿Qué clase de escritor pusilánime era si iba perfectamente fresco, bañado y perfumado, a la presentación de mi novela en la feria de libro más importante de habla hispana?

—Me tengo que ir —dije, y le extendí a Vicente mi pequeña mano.

Y tras despedirme de las dos redactoras, tomé un taxi que me llevó de regreso al hotel.

Una vez en mi habitación, luego de encender la luz y pararme frente a la cómoda, donde estaba la cafetera, vi que ahí encima había un ejemplar de Metal con un post it en el cual estaba dibujada una carita feliz.

: )

Lo miré un momento, ligeramente tambaleante por el vino que había bebido. Tenía mucho tiempo que no probaba una sola copa, pero a pesar de ello mi cuerpo parecía tener memoria y la pedez no me golpeó de lleno, como si fuese un novato.

Destapé el libro, lo palpé como no había podido hacerlo con el ejemplar de Nayeli, y lo aspiré. La edición era impecable: el Fondo era sin duda la mejor editorial del país.

Entonces me senté al borde de una de las dos camas que había en la habitación, con una taza de café acunada entre mis dos pequeñas y regordetas manos.

Hojeé el ejemplar con calma, desde el principio. Miré la dedicatoria: en memoria de Eusebio Ruvalcaba. Pasé rápido las páginas y me detuve en pasajes al azar.

—No puede ser que esto haya ganado —me reclamé a mí mismo. Un viejo amigo mío, también escritor, pero sobre todo campesino comprometido con la amarga realidad del país, a quien llamaré Jesús, me dijo un día, años antes, en una briaga incontrolable: 

—Eres muy duro contigo mismo.

Luego ese mismo Jesús, meses después, declararía públicamente que estaba decepcionado de mí.

Seguí hojeando el material y posando mis ojos en aquellas palabras. Hasta que llegué al final, donde había incluido un apartado de agradecimientos. Ahí le agradecía a mi nuevo mentor, Armando Vega Gil, a quien me encontraría en la feria, y a mis compañeros del taller, al que asistía con fervor cada jueves, a veces los lunes.

Sin duda, pensé, sin ellos no estaría ahí.

Entonces cerré el ejemplar, lo puse a un lado de la cama, en el buró que estaba entre ambas, y me recosté. De pronto pensé que me sería imposible dormir. En realidad pensé que no debería hacerlo: ¿Y si me quedo tan dormido que no puedo levantarme y se pasa la hora de la presentación?, me interrogué, aterrado.

Para mi fortuna no pasó mucho tiempo para que me enfrascara en un sueño oscuro, extraño y surreal, donde por supuesto se me apareció mi exmujer.


Texto publicado originalmente en CanCerbero.

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