Teodoro Hurtado llegó media hora antes de que iniciara la presentación y se sentó en una de las sillas que había en la fila de hasta enfrente.
Ahí cruzó una pierna sobre la otra, sacó el volumen de La víctima de Saul Bellow y quitó las hojas dobladas que fungían como separador en la página ciento cuarenta y seis. Entorno suyo aún no había llegado nadie.
Sus ojos detrás de las gruesas gafas de fondo de botella atravesaron las palabras con rapidez, sin distinguir su significado, por lo que regresó a la página previa e intentó leer nuevamente.
Pero no lograba concentrarse.
Cerró entonces el ejemplar, que mantuvo descansando sobre sus piernas, y miró hacia el frente: ahí estaba, impresa sobre un enorme cartelón, la portada de la nueva novela del escritor Joselo Sarabia, Crímenes infantes, que había ganado el Premio iberoamericano de novela, el cual constaba, entre otras cosas, de ciento cincuenta mil dólares.
Teodoro Hurtado se le quedó mirando uno, dos, siete… diecinueve minutos a aquella imagen (las ensangrentadas manos de unos niños, unas junto a otras, con un cuchillo a un lado) hasta que junto a él ya se habían sentado algunas personas, y varias otras ocupaban los asientos de atrás.
Teodoro se desabotonó el botón superior de la camisa a cuadros de franela que llevaba puesta, y se sujetó en una coleta, con una donita de trapo roja, la cabellera larga y lacia que dejaba ver algunas canas; luego se echó aire al rostro agitando las páginas de la novela que llevaba consigo.
De pronto, a la mesa, arribó una de las presentadoras, la famosa escritora Guadalupe Moreno, y tras ella iba Mario Alegre, el editor de Alfa Ediciones, sello que publicaba las novelas ganadoras del Premio iberoamericano de novela, del cual ella había sido parte del jurado. Hurtado los miró un momento conversar, decirse cosas que no logró distinguir, y entonces capturó la mirada de Alegre un instante, muy breve, cuando ambos vieron aproximarse al hombre de la noche, a Joselo Sarabia, quien vestía un impecable traje, como el de Alegre, como el de Moreno, y tomó asiento en medio de los dos.
La encargada de prensa de Alfa Ediciones se cercioró de que el micrófono funcionara bien pronunciando el infalible uno, dos, uno, dos, y luego le habló al público que de pronto ya abarrotaba aquel espacio de la librería en donde se encontraban.
Teodoro Hurtado se desabotonó el segundo botón de la camisa; debajo no llevaba puesto nada más, salvo un colguije con la imagen de San Francisco de Sales, patrono de periodistas y escritores.
—Quiero darles la bienvenida a la presentación de Crímenes infantes, la nueva obra de Joselo Sarabia que, como ustedes bien saben, fue merecedora de la más reciente edición del Premio iberoamericano de novela; este libro aborda la terrible historia de una madre que, al encontrarse en una precarísima situación, decide aniquilar…
Teodoro Hurtado no dejaba de ver a Joselo Sarabia, quien a su vez no dejaba de ver hacia el frente, a ese lugar al que miran los que miran hacia algún sitio de su interior, o que, como él en ese momento, al que miran quienes se quedan escuchando y pensando en las palabras que se pronuncian sobre su obra.
—Démosle un fuerte aplauso.
El público aplaudió incluso antes de que la presentadora terminara de decir aquella frase; los aplausos parecían diluir un poco el aire caliente que cada vez más se asentaba en la sala y que Teodoro Hurtado trataba de enfriar con el insistente revoloteo de las páginas de su ejemplar, sin haber chocado un solo momento las palmas.
Después Mario Alegre dijo:
—Nos encontramos ante un autor de una voz y estilo inigualables en la narrativa iberoamericana contemporánea. No es de extrañar que desde las primeras páginas de Crímenes infantes uno identifique la grandeza de su prosa y de sus planteamientos; escritura de altos vuelos sin concesiones estilísticas o morales que solo los grandes maestros de la literatura universal pueden conseguir.
Teodoro Hurtado no dejaba de ver a Joselo Sarabia quien, hasta el momento en que Hurtado se puso de pie, interrumpiendo el panegírico que Guadalupe Moreno ya le dedicaba, no le había dado un solo vistazo.
—¡Este hombre es un plagiador! —gritó Teodoro Hurtado, al borde del llanto, señalando hacia la mesa con su dedo índice bien estirado, lo mismo que su brazo; el resto de la sala volteó a verlo, todos en un silencio interrumpido de pronto por el suspiro sorprendido de alguien.
Fue que Joselo Sarabia miró a los ojos de Teodoro Hurtado, esos ojos que se protegían detrás de las gruesas gafas.
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Dos años antes Teodoro Hurtado se hallaba frente a su escritorio, con aquella misma camisa de franela a cuadros, las gruesas gafas, la coleta mal amarrada y un cigarrillo suspendido en los labios resecos cuyo humo se iluminaba gracias a la luz del monitor que también alumbraba la negrura del pequeño cuarto de azotea donde vivía.
El cursor parpadeaba frente a él; la hoja completamente en blanco, su brillo enceguecedor; la ceniza que había formado ya una punta enorme que no resistió mucho más y que cayó sin tregua sobre una de las palmas de las manos de Teodoro Hurtado que reposaba sobre la apolillada mesa de madera que tenía por escritorio.
Se sacudió con delicadeza esa palma, utilizando los dedos, y luego fumó lo que restaba del cigarrillo, cuya colilla aplastó un instante después sobre el cenicero repleto, echando el cuerpo hacia atrás, las manos sobre el rostro.
—Puta madre…
Frente a él reposaba una página impresa que contenía la convocatoria para el Gran concurso de cuento de terror Alfa Ediciones, que tomó, maltratada como estaba y, tras hacerla bolita, la lanzó hacia el cesto repleto de muchas otras bolitas de papel como esa.
Luego apagó el monitor de su computadora y salió de ahí.
En la calle no había nadie; unos cuantos postes de luz apenas iluminaban los pasos que Teodoro Hurtado dio, uno tras otro, hacia la tiendita, donde compró una cajetilla de cigarros, un paquete de rosquillas y un litro de jugo de manzana.
«Una mujer hierve a su bebé y luego se lo come», decía el súper en la pantalla de televisión que estaba empotrada en una de las esquinas superiores de la tienda. Era el noticiario de la noche. Tedoro se le quedó mirando a aquellas palabras hasta que las memorizó, justo en el momento en que pasaban a otra noticia.
Cuando volvió a su buhardilla, Mufasa, su gato negro, lo esperaba sentado sobre sus cuartos traseros. Le maulló una vez. Teodoro Hurtado se encaminó hacia la cocineta, con el gato detrás de él, zigzagueando entre sus piernas, y ahí colocó las compras. Luego abrió una lata de atún que colocó en el suelo para que el gato dejara de maullar.
—Ya, wey, ya…
Una vez que volvió a sentarse frente a su escritorio, y que recogió la convocatoria de la papelera, destapó los cigarrillos, se puso uno en los labios, sin encenderlo, y comenzó a teclear el título de su próximo cuento: «Una mujer hierve a su bebé y luego se lo come».
Teodoro Hurtado encendió el cigarrillo, finalmente, echando el cuerpo hacia atrás; dio una buena calada y se dispuso a sonreír.
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—¿Y usted quién es? —le preguntó, verdaderamente intrigado, Mario Alegre a Teodoro Hurtado, quien llevaba un minuto con la mano arriba, apuntándole a Joselo Sarabia con su índice. Tomó entonces su ejemplar de La víctima y extrajo las hojas que tenía ahí dobladas, en la misma página donde las había dejado. Luego las extendió frente a los ojos de ellos dos, y de Guadalupe Moreno.
—¿No te acuerdas de mí?
Aquellas páginas engrapadas por el borde superior izquierdo mostraban en la primera página el título de aquel trabajo: «Una mujer hierve a su bebé…».
—Con este cuento fui finalista del Gran concurso de cuento de terror Alfa Ediciones de hace un par de años.
Mario Alegre hizo un gesto de no saber muy bien si aquello era o no cierto.
—Permíteme verlo, no alcanzo a leer el título desde aquí —dijo.
—No hace falta —dijo Teodoro Hurtado y pronunció su nombre y el nombre de aquel relato.
—Y usted ganó esa edición de ese certamen —le dijo ahora a Guadalupe Moreno—. Mario Alegre fue, casualmente, parte del jurado.
—¿Y a qué viene todo esto? —preguntó la escritora, consternada de veras.
Teodoro Hurtado volteó a ver a Mario Alegre, sonriendo.
—Usted —le dijo— le habló del argumento de mi cuento al señor Sarabia, y este escribió una novela completa con él —Joselo Sarabia se encontraba impertérrito; su rostro no denotaba emoción alguna, contrario a la cara de Guadalupe Moreno, quien un tanto consternada lo había volteado a ver—, cosa que puedo comprobar— dijo Teodoro Hurtado, volteando las páginas de su cuento, dejando ver las muchas anotaciones a mano, con bolígrafo rojo, hechas por él.
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Teodoro se enteró de los resultados del Gran concurso de cuento de terror Alfa Ediciones una mañana, seis meses después de haberlo enviado.
Leía el periódico El Observador, que colocó sobre su escritorio, donde tenía una taza de humeante café soluble.
—Chingadamadre —se dijo al ver que no había ganado, que en lugar de su nombre estaba el de una tal Guadalupe Moreno.
Sin embargo su cuento se publicó, junto al de ella y al de los otros finalistas, en una especie de antología que publicaron en formato digital, sin darle un solo peso a los autores que no ganaron.
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Joselo Sarabia leyó en silencio, cuidadosamente, las anotaciones que Teodoro Hurtado hizo detrás de su propio manuscrito. En ellas consignaba, uno a uno, los párrafos en los que sus ideas, las de Hurtado, coincidían un ochenta por ciento con las suyas.
Sin embargo, a pesar de eso, no hizo gesto alguno y dijo:
—Vaya.
—Supongo que asumiste que —le dijo Teodoro Hurtado a Mario Alegre— al ser yo un pobre diablo, un autor desconocido, nadie notaría —ni yo, dijo— el burdo plagio de una idea genial como lo era la mía: el crimen de una madre que mata a sus hijos por hambre, para comérselos, dándosela a un escritor reconocido para que vendiera muchísimo, maldito bastardo…
La gente externó un ruido de impresión que hizo que Mario Alegre se levantara de su asiento y ahora fuera él quien apuntara al rostro de Teodoro Hurtado con el índice:
—Mire, señor…
—Teodoro Hurtado —dijo Teodoro Hurtado.
—…señor Hurtado; no se atreva a difamarme…
—Teodoro —dijo entonces Joselo Sarabia—, solo puedo decirte, como diría Emiliano Pérez Cruz, el gran cuentista mexicano que seguro conoces (no lo conozco, pensó Teodoro), tocayo de Emiliano Zapata, de quien parafraseó además su clásica frase, al decir: «El cuento es de quien lo trabaja».
Teodoro Hurtado apretó ambos puños del coraje, porque aquella frase contenía una gran verdad que no estaba dispuesto a aceptar, no ahí, frente a todos ellos, aunque sí que estaba dispuesto a usar, por lo tanto, esos puños apretados por primera vez en su vida, sobre el rostro de aquel famoso y además guapo escritor.
Apretó los dientes también, y cuando estuvo a punto de lanzarse, Joselo Sarabia dijo:
—Frase que aplicaría perfectamente si tuvieras razón. Pero no la tienes. La novela que he escrito es producto enteramente de mi imaginación (la gente entorno escuchaba, atenta, cuando Sarabia se tocó la sien al decir eso); tú bien sabes que, y eso no podrás negarlo, la creación tiene caminos insospechados, y que lo mismo puede pensar un hombre aquí que en el otro extremo del mundo, como fue nuestro caso.
Teodoro Hurtado no pudo evitar que las lágrimas se le escaparan de los ojos miopes y que le escurrieran por los pómulos pronunciados gracias a una mala alimentación de cuarenta y cinco años, la edad que tenía entonces.
Y, sin decir nada más, cuando encaminaba sus pasos hacia la salida de la sala, con la mirada de todos los presentes siguiéndole, se detuvo frente a la puerta, volteó, y sin apuntarle a nadie esta vez, dijo:
—No descansaré, Joselo Sarabia, hasta que cada rincón de ese mundo del que hablas sepa la verdad.
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Para cuando Joselo Sarabia se ganó el Premio Nobel de Literatura, Teodoro Hurtado llevaba diez años lanzando textos en su contra: había creado una página web llamada joselosarabiaplagiador.com y publicaba al respecto en cada oportunidad que tenía en los pocos medios que se atrevían a publicarlo.
Después de aquel cuento, el de “Una mujer hierve…”, Teodoro Hurtado no volvió a escribir una sola línea de ficción.
Pensaba que aquella había sido la obra maestra que pudo haberlo lanzado directo al estrellato de la literatura mundial. Se lo hacía saber a toda persona con la que se cruzaba: desde sus alumnos de preparatoria donde enseñaba español, hasta los teporochos con los que enfiestaba cada madrugada que se iba de juerga; borracheras que acababan, casi siempre, amaneciendo en una banca de un algún parque, junto a perros errantes como lo era él.
Una de esas mañanas de cruda indecible Teodoro Hurtado vio en el puesto de periódicos la noticia: ahí estaba Joselo Sarabia, sonriendo, junto al titular que anunciaba su nuevo logro.
Incrédulo tomó el ejemplar, que se llevó sin pagar y caminó posando sus ojos tras las gafas de fondo de botella sobre aquella noticia.
Llegó a su cuarto de azotea un rato después. El olor a encierro y soledad lo recibió y, Mufasa, oculto tras las montañas de libros polvosos y viejos que se esparcían por todas partes, lo miró entrar.
Teodoro Hurtado se dirigió de inmediato hacia el baño y ahí vomitó una bilis amarga y amarillenta. Luego se puso de pie y se miró en el espejo. Mufasa maulló detrás de él conforme ese hombre se miraba a sí mismo: aquel cabello largo y canoso, la incipiente barba igualmente gris, una camisa a cuadros de franela… sus lentes.
De un puñetazo (el primero que daba en su vida) rompió aquel cristal que resguardaba su imagen. Con la mano sangrando descorrió la cortina de hule que dividía el retrete de la regadera y observó el tubo que la mantenía en lo alto. Se desató el cinturón y como pudo lo amarró ahí; luego de subirse a un banquito metió la cabeza en el círculo que había formado.
Entonces se dejó caer.
El tubo oxidado no resistió y cayó con todo y Teodoro Hurtado. Un chorro de agua imparable lo bañó por completo.
Mufasa lo miraba a prudente distancia. Miraba cómo su dueño lloraba como un niño, aferrado al tubo y a un pedazo de aquel hule verde que tanto lo molestaba, que solía arañar a la menor oportunidad.
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Pasaron más años, unos cinco o seis, cuando Teodoro Hurtado recibió un correo electrónico desde la cama de un hospital.
Así se lo hacía saber el remitente, Joselo Sarabia, personaje sobre el cual Teodoro Hurtado no había dejado de escribir.
Teodoro,
En el crepúsculo de mi fallecimiento te ofrezco una sincera disculpa. Tenías razón, aquel cuento (cuyo nombre he olvidado, honestamente) me lo hizo llegar Mario Alegre y, tal y como intuiste, me propuso novelizar el argumento, de verdad brillante. No pude resistirlo y, con las habilidades que la Diosa Escritura no le brindó a usted, sino a mí, cree una obra que me llevaría a la posteridad a la que usted jamás logrará acceder. Solo espero que detenga sus denuncias, que entienda el profundo pesar que alberga a un hombre como yo, desahuciado por un maldito cáncer, y que mantenga mi leyenda intacta, en paz, como lo estará su alma y la mía después de esta confesión.
Teodoro se quedó mirando aquel texto un buen rato. Lo leyó unas veinte veces, y luego encendió un cigarrillo electrónico cuyo humo lanzó a un lado suyo, donde solía sentarse Mufasa, quien había muerto un par de años antes, envenenado por un vecino.
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Unos meses después, tras la muerte de Joselo Sarabia, Teodoro Hurtado miró en las noticias la andanada de denuncias que se agolparon sobre el cadáver del premio Nobel: no solo había plagiado aquel cuento suyo sino que prácticamente su obra entera era producto del robo intelectual.
Era un caso sin precedentes, único en la historia de la literatura universal.
La caída de un ídolo, decían en la televisión, y Teodoro Hurtado pensó lo mismo.
No sonrió.
En ese momento no se encontraba en casa. Se hallaba desnudo en la cama de Celia, desnuda también, mujer de cincuenta años, diez menos que él, quien vivía en el edificio donde Teodoro rentaba aquel cuarto de azotea. Ella era nueva ahí, llevaba unos cuantos meses, pero hicieron rápido click. Y aunque a Celia no le interesaban en absoluto esos temas de los libros (ella era plomera), Teodoro Hurtado le parecía un tipo agradable.
—¿Qué pasa? —le preguntó ella.
—Nada, necesito escribir algo, ¿tendrás una libreta?
—Ahí en el tocador hay un pedazo de servilleta, agarra uno de los lápices con los que me maquillo…
Así lo hizo Teodoro y anotó ahí «La caída de un ídolo», pensando que era un posible buen nombre para una posible novela que escribiría sobre lo que vivió con Joselo Sarabia.
¿Será autobiográfica o una obra de absoluta ficción donde me tome ciertas libertades formales con las que pueda narrar algunos de los aspectos internos de los personajes?, se preguntó Teodoro Hurtado conforme volvía a la cama junto a Celia, quien para ese momento ya había cambiado de canal.
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