Viviste
más de setenta años en el mismo
lugar: tu casa, el mismo
lugar donde viví
mi primer año
de vida, mi última noche y cuatro años
muy tristes. Fuiste
columna vertebral de una familia
d
e s
i n
t e g
r
a
d a
a la que quizá no debiste
pertenecer. No
lo imaginaste, cuando muy joven, a los casi asesinos
de tu padre, el mediodía que lo quisieron
acribillar, te enfrentaste; fue una emboscada
de la que no pudiste escapar: te provocó epilepsia y te dio
el carácter que te dio
la templanza para enfrentar la vida, tan dura,
que tendrías que vivir de ahora
en adelante.
Hasta hoy.
Hasta hoy que duermo en tu cama, el mismo lugar
donde hace unas horas apareciera
tu cuerpo
frío, pequeño; parecías aún con vida…
y por el olor; en tu velorio disfrutamos
la última salsa que preparaste: no quedó
una sola gota, como tampoco quedó rastro alguno
de ti: más tarde cargué con otros hombres
tu cuerpo; lo encerramos en una puta bolsa
de plástico. Pesabas tanto…
Te cargamos hacia la salida de tu hogar, luego te subimos
a la carroza fúnebre, aquella que habría de llevarte al sitio en el que nos entregarían
tus cenizas. Abuelita,
me anticipé a la madrugada de tu muerte y aniquilé,
yo mismo, una botella de ron; es la pulsión de muerte
que desde siempre me habita… recordé
toda una herencia con la bebida; fueron recuerdos
que no me pertenecían, y otros
que me pertenecían del todo; recordé
las noches en que tú y tus hijos bebían esa misma bebida;
algo de música ranchera
sonaba en tu estéreo; es inolvidable la calidez
de tu pequeña casa, de tu habitación,
ese lugar en el que hoy has muerto,
en el que hoy yo duermo, y en el que hoy
no sueño,
ni me inquieto,
ni siento
dolor. Solo la calidez
de tu inmensa cama, de la ventana por donde la luz de la noche
se permea.
Como caricia.
Abuelita, me anticipé, te digo, porque en la madrugada no pude
dormir;
la cruda parecía requisito obligado
del infierno; un camino hacia el lado contrario
de la vida; la oscuridad eterna
a la que nos sumergiremos todos: tú morías mientras yo
moría; ambos agonizábamos; fue una llamada telefónica
la que me devolvió de entre los muertos: tú habías
fallecido (finalmente), y yo
me ponía de pie e iba a tu casa para despedirme
de ti.

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