Esta noche la terminaré a la orilla de una carretera, solo, entre la oscuridad.
Tres o cuatro horas antes, en cuanto esté frente a mí, Sonia Soares me dirá:
—¿Hola?
—¡Hola! —le diré y me presentaré. Sonia también se presentará y sonreirá y moverá la cabeza de arriba a abajo mientras nos demos la mano. Luego me presentará a su acompañante, a quien llamaré Consuelo, quien sonreirá muy poco en ese momento y todo el rato que estaremos en el salón Veracruz.
Vicente estará detrás de mí, me sujetará por el hombro y la cintura mientras esperará a que también lo presente.
—Él es Vicente —les diré, y Vicente les acercará su güera mano para saludarlas.
—¿Entramos? —les preguntaré a continuación, y todos nos encaminaremos hacia la entrada. Ahí Vicente y yo mostraremos nuestros boletos previamente adquiridos; ahí habré de adquirir los dos que serán para Sonia y para Consuelo.
Las sombras y la música de un conjunto en vivo de cumbias nos recibirá. También una enorme barra que se desplazará por toda una barda pegada a la entrada. Apenas habré dado unos pasos para buscar un lugar libre, una mano se posará sobre mi hombro y una voz me dirá:
—¿Cómo estás, mirrey?
Será Rómulo Terán, otro editor de la editorial en la que solía trabajar. Irá acompañado de un par de grandulones que/
—Mira —dirá, sin que me dé la oportunidad de contestar a su pregunta —ellos dos son los ganadores del Premio de Primera Novela. Son impresionantes, eh, deberías leerlas —dirá, y me palmeará la espalda— . Por cierto, supe lo de tu novela —continuará—: enhorabuena, dicen que es una obra maestra.
—Gracias —le diré y luego estrecharé la mano de aquellos dos individuos de los que he olvidado sus nombres (y los de sus novelas).
—¿Qué estás tomando? —me preguntará Rómulo a continuación.
—Nada, todavía, vamos llegando —le diré, y señalaré hacia donde Vicente, quien aprovechará para saludarlo. Ambos se estrecharán las manos y se darán un abrazo con un par de palmaditas en la espalda. Así, entre las sombras atenuadas por las luces multicolores de la pista de baile, los trompetazos y el ritmo de las congas buscaré a Sonia y a Consuelo, quienes ya se habrán movido de ahí.
Entonces nos despediremos de Rómulo y de sus dos autores; ya hacia las profundidades del lugar nos encontraremos con Sonia y con Consuelo, ambas sentadas en una mesa que un mesero de la tercera edad les habrá dispuesto.
Vicente y yo nos sentaremos justo enfrente de ellas.
El mesero aguardará a que pidamos algo de tomar.
—Yo no bebo —dirá Consuelo, muy seria.
—Yo… —dirá Sonia— por ahora nada, gracias.
El mesero las observará un tanto incrédulo, y luego nos observará a Vicente y a mí. Su pluma esperará para apuntar algo en su pequeña libreta.
Vicente me mirará, luego volverá a ver al mesero. Le preguntará:
—¿Qué cervezas tiene?
El mesero enumerará cuáles y Vicente le pedirá dos. Oscuras. Sonriente, el hombre apuntará la orden y se retirará de ahí con la promesa de volver en cualquier momento.
—¿Y ustedes, a qué se dedican? —nos preguntará Consuelo. Vicente volverá a mirarme.
—Yo —dirá volteando a verla— soy editor de libros académicos en una universidad de la ciudad de México.
—En qué universidad —insistirá Consuelo.
Vicente le dirá en qué universidad, la cual es una de las escuelas privadas más importantes del país. Consuelo, por lo tanto, abrirá un poco sus pequeños ojos tras sus enormes gafas, sin poder ocultar su sorpresa.
—Te debe ir muy bien.
—Más o menos —dirá él, y sonreirá. Con mis ojos acostumbrados a la oscuridad podré ver que se sonrojará.
Entonces regresará el mesero anciano y depositará ambas cervezas sobre la mesa, primero la mía y luego la de Vicente.
—¿Se les ofrece algo más? —preguntará a todos en la mesa, entre el retumbar de un bajo y del teclado, y entonces Sonia dirá:
—Un refresco.
—¿Estás segura? —le preguntará Consuelo.
—Sí, claro —le dirá Sonia a Consuelo, quien agregará, malencarada, que tal vez las bebidas estén adulteradas. Luego Sonia le preguntará al mesero—: ¿De qué sabores tiene?
El mesero le indicará los sabores, uno por uno, mientras la punta de su bolígrafo repose sobre su barbilla conforme los vaya recordando.
—Quiero uno de manzana —dirá Sonia, finalmente. El mesero lo anotará en su libretita, tras asentir.
—¿Algo más? —nos repetirá a todos aquel viejo, sobre la cumbia que suene en ese momento, pero nadie pedirá nada, así que de nuevo se retirará.
Entonces Consuelo me dirá:
—Y tú, ¿a qué te dedicas?
En ese momento pensaré que está más que claro, que por mi actividad Sonia Soares me agregó a Instagram. La miraré a ella buscando su complicidad, el momento en que interrumpirá a su acompañante para sacarla de su duda.
Pero no sucederá.
—Soy… —y carraspearé— soy escritor.
Esta vez Consuelo no se sorprenderá; por el contrario, hará un gesto como de asquito.
Y dirá:
—Ah.
Le daré un trago a mi chela. Vicente también. Ella continuará:
—Pero de eso no se vive…
—Te refieres a… ¿el dinero? —le diré.
—Pues sí, un escritor no vive de lo que escribe —dirá y se colocará bien las gafas— ; hay que trabajar de otra cosa.
—¿Tú… escribes? —le preguntaré.
—Sí, y por eso sé muy bien que con eso no se puede vivir, por eso me dedico a la edición y corrección profesional de textos académicos —dirá, y volteará a ver a Vicente.
—Ya veo.
—¿Y vienes a presentar algo o cuál es el motivo de que estés aquí en la feria?
Otra vez voltearé a ver a Sonia Soares, pero ella estará muy interesada en los aspectos del lugar, en las parejas que se enfilarán hacia la pista de baile antes de que el vocalista cante:
Por tu mal comportamiento
te vas a arrepentir
y en caro tendrás que pagar
todo mi sufrimiento.
Llorarás y llorarás
sin alguien que te consuele.
Así te darás tú cuenta
que si te engañan, duele.
Le comentaré entonces a Consuelo mis motivos para asistir a la feria. Consuelo de nuevo abrirá los ojos al escucharme, esta vez un poco más de lo que los abrió cuando Vicente le habló de su quehacer.
Miraré a Sonia Soares de nuevo; quizá ya es el momento oportuno, pensaré, para decir algo sobre mi persona, pero, embelesada por el entorno, nomás dirá:
—En Portugal no hay lugares así.
Vicente será ahora quien se sorprenderá por lo que acabe de escuchar, así que intervendrá, luego de darle un trago a su chela:
—¿De verdad?
—De verdad. No hay este tipo de música, ni este tipo de ambiente.
—¿Y cuánto dinero te dieron? —me preguntará Consuelo, interrumpiendo el preámbulo de aquella otra conversación.
—Una lana —diré— que me permitirá sobrevivir los próximos meses.
Consuelo girará un poco la cabeza entonces, para observar a los bailarines que inevitablemente llenarán la pista. Sonia también los mirará y luego Vicente y luego yo. Aún no entiendo por qué, en esa circunstancia, me será inevitable decir lo siguiente:
—¿Me permites esta pieza? —le diré a Sonia, tras extender mi horrenda mano hacia la suya, delicada y fina. Se quedará sin decir nada, luego mirará a Consuelo y a Vicente y finalmente se pondrá de pie y caminará conmigo hasta la pista.
Plantaré las botas sobre los cuadros oscuros y lustrosos que estarán debajo de ellas, y miraré a Sonia a los ojos. Ella no me mirará. (No estoy seguro de si he mencionado que es bastante más alta que yo, por lo menos por una cabeza.) De pronto no tendrá de otra y me mirará.
Sonreirá.
Y sonará una cumbia. Empezaremos a bailar.
Te va doler, tarde o temprano ya verás
lo que te toca.
Cuando tu piel ya no le excite y te abandone,
o al descubrir con amargura
que tiene a otra.
Ciertamente, Sonia no tendrá idea de la música que estará escuchando, y bailará guiada por un antiguo instinto que moverá sus hombros y piernas, la cabeza, de forma un tanto extraña. Yo, en mi incapacidad de llevar a buen puerto cualquier pareja (de baile), no lograré siquiera darle bien una vuelta.
A nuestro lado Vicente y Consuelo también bailarán. A diferencia de nosotros, ambos se moverán con fluidez sobre el escenario. Los observaré y trataré de seguir sus pasos, pero me será imposible entre mi nulo sentido del baile y el descubrimiento de Sonia del mismo.
En cuanto termine la primera pieza querré irme de ahí hacia cualquier otra parte, pero bailaremos un par más. Así que aprovecharé para preguntarle:
—Oyeee —diré a voz alzada, por la música— . ¿Cómo fue que diste conmigo en Instagram?
Sonia Soares seguirá descubriendo el espacio a su alrededor. Luego volteará a verme.
—¿Cómo dices?
Le repetiré la pregunta y dirá:
—No sé. ¿No me agregaste tú a mí?
Me quedaré un poco petrificado mirando cómo se retuerce sin gracia ante la sabrosa salsa de Maelo Ruiz.
—No, tú me agregaste —le aclararé.
—No lo recuerdo —dirá Sonia y seguirá moviéndose al ritmo que le pegue en gana. Para ese momento ya cada quien bailará por su cuenta. Si de por sí soy malo
bailando con alguien, pensaré,
lo soy aún más
bailando solo.
Así que me detendré y permaneceré así, de pie, sin hacer nada frente a Sonia, quien solo me verá mientras ella siga en su danza insalubre. Daré un par de pasos hacia atrás, luego daré media vuelta y avanzaré hacia el fondo del salón, entre el resto de las parejas, hacia donde toque la orquesta. Allí el volumen de las bocinas agredirá mis oídos. De nuevo me lamentaré por no llevar conmigo la cámara que me había prestado Arcelia; aquella habría sido, pensaré, una buena oportunidad de retratar a estos músicos.
Entonces se aparecerá Nayeli, mi editora, y me dirá:
—Hola, ¿cómo estás? ¿Vienes solo?
—Esteee… vengo… con unos amigos…
—¡Qué bien!
Y nos sonreiremos.
—¿Ahora si vamos a bailar en serio? —me dirá, riéndose.
—¡Claro! —le diré, a la ligera.
—¿Dónde estás sentado?
Entonces voltearé hacia atrás, lentamente, con el temor de hallar a Sonia…
…bailando con Vicente.
A un lado de ambos estará Consuelo, de pie, mirándolos.
—Estoy ahí —señalaré—, en esa mesa junto a esa chava que está ahí parada…
—¿Son tus amigos de la otra vez?
—No, son otros —le diré a Nayeli, a punto de agregar: “que acabo de conocer”.
—Bueno —dirá ella— . Yo estoy sentada ahí —y señalará una de las mesas a un costado de ambos, prácticamente del lado contrario de mi mesa. Ahí habrá personas que en mi vida había visto, ni volveré a ver.
—Te veo en un ratito, por si quieres bailar —concluirá Nayeli y la miraré volver a su mesa, sentarse y de inmediato brindar con sus amigos sujetando un vaso largo y delgado relleno de líquido negro y burbujeante.
Yo volveré por donde llegué y me pararé a un lado de Consuelo. Ambos veremos bailar muy decentemente a Sonia y Vicente. Él sí que sabe muy bien cómo llevar a buen puerto a su contraparte, pensaré.
—¿Quieres bailar? —terminará por preguntarme Consuelo.
—Bueno —le diré y ella estirará su mano hacia mí.
Así, agarrados, nos acercaremos hacia donde Sonia y Vicente. Una vez el uno frente al otro, le diré a Consuelo:
—No sé bailar.
Ella dirá:
—Yo sí.
Y comenzará a llevarme. De ese modo parecerá que ambos bailamos muy bien, aunque yo solo me limite a seguirle el paso.
Yo no sé por qué razón cantarle a ella
si debía aborrecerla
con las fuerzas de mi corazón.
Todavía no la borro totalmente
ella siempre está presente
como ahora en esta canción.
Será hasta que esté bailando que Consuelo esbozará algo parecido a una sonrisa; yo voltearé a ver intermitentemente hacia donde estén Sonia y Vicente, quienes se habrán relajado un poco, mucho en realidad, y veré que ya cada quien bailará por su cuenta, aunque sonriéndose: Sonia en su peculiar estilo y Vicente con mucho más estilo que cualquiera.
Que yo, principalmente, pensaré.
Fui una víctima total de sus antojos
pero un día abrí los ojos
y con rabia la arranqué de mi memoria.
Poco a poco fui saliendo hacia adelante
y en los brazos de otra amante
pude terminar al fin con esta historia.
En una de las vueltas fallidas que le daré a Consuelo, veré que, a la breve distancia, estará Nayeli bailando con alguien. Nos miraremos el uno al otro lo que dure la pieza, y en cuanto termine Vicente me jalará hacia sí y me llevará con él hacia la barra, para pedir otra cerveza.
—Nos tomamos esta y nos vamos —dirá— . Esto es un fiasco.
Asentiré.
—Además, la portuguesa es rarísima… —dirá.
Asentiré.
Luego regresaremos a nuestro lugar. En nuestro camino lograré ver a Xavier Velasco departiendo algo con algunos. Estaré a punto de aproximarme para presentarme y saludarlo, pero por no conocerlo y por abandonar Diablo Guardián cuando se me desmoronó entre las manos por ahí de la página cien varios años antes, no lo haré.
Habrá más autores reconocidos por ahí, lo sabré porque ahí estaré, pero olvidaré sus identidades.
Tanto Sonia como Consuelo volverán a sentarse en nuestra mesa. El viejo mesero no se aproximará esta vez y los cuatro estaremos un buen rato en silencio. Vicente y yo regularmente le daremos un traguito a nuestras chelas. En la pista de baile las parejas seguirán haciendo de las suyas.
Hasta que Vicente vuelva a ponerse de pie y saque a Sonia a bailar.
Consuelo y yo permaneceremos callados. Luego me contará de dónde viene, qué hace, y otros aspectos de su vida. Me sorprenderá su edad: casi diez años mayor que yo, aunque parezcamos contemporáneos.
—No se ven —dirá—, pero ya tengo varias canas.
Un hombre frente a mí, en una mesa contigua, se servirá en abundancia de una botella de ron. Conversará algo con el mesero que tenga a su alcance y le insistirá en que beba con él. El mesero le dirá que no, que no puede beber en horas de trabajo. Por un momento pensaré en ir a beber con él, pero por alguna razón no tendré muchas ganas de embriagarme.
De cualquier modo me pondré de pie y le diré a Consuelo:
—Vuelvo en un momento.
Caminaré hacia donde me encontré con Nayeli. La buscaré, primero, en la pista, luego en la mesa donde la vi brindar, pero no estará. Buscaré entonces entre el resto de las mesas… y nada. Supondré que por la oscuridad reinante de aquel sitio no logro verla, así que le mandaré un mensaje de texto preguntándole en qué parte del salón está.
Ya me fui
dirá, que te diviertas, tú sigue
bailando
como estabas
bailando
con tus amigas.
Me quedaré un momento así, al pie del escenario, mirando aquel mensaje. También miraré la hora. Serán pasadas de las dos de la mañana. Alrededor la gente ya empezará a vaciar el lugar. A lo lejos Vicente me hará una seña con la mano para que salga con él, con Sonia y con Consuelo. Los tres se enfilarán hacia la puerta.
Caminaré. El hombre que bebía su botella de ron seguirá ahí: ya le habrá bajado tres cuartos al contenido. Me mirará, parecerá adivinar en mi mirada, en la forma jorobada de mi andar, que necesito un trago. Así que jalará la botella hacia sí y se servirá, esta vez sin refresco ni agua mineral: puro alcohol.
Y beberá, beberá todo el líquido conforme me mire, sin decir una sola palabra.
Y saldré.
Toda la gente que momentos antes estaba adentro ahora estará ahí, enfundada en abrigos y chaquetas, esperando sus automóviles. Sonia, Vicente y Consuelo estarán en una esquina, a unos cuantos metros; lo sabré porque al salir Vicente alzará de nuevo una de sus manos para que pueda verlo.
Me acercaré. Vicente fumará un cigarrillo. Me ofrecerá uno. Aceptaré. Ni Sonia ni Consuelo fuman. Ambas se sujetarán con ambos brazos a sí mismas para guarecerse del frío.
—¿Y ustedes, hacia dónde van? —nos preguntará Sonia, a Vicente y a mí. Vicente le hablará del hostal en el que estamos hospedados, y le hará la misma pregunta a ellas.
—Yo me hospedo —dirá Consuelo— en una casa donde viven unas personas que me aceptaron por unos días, conocidos de unos colegas…
—Yo en un hotel no muy lejos de ahí —dirá Sonia.
Tanto Consuelo como Vicente intentarán pedir un Uber, pero al parecer todas las personas harán lo mismo, por lo que el servicio se saturará y no tendrán éxito.
—¿Y si pedimos un taxi? —sugerirá, entonces, Vicente— . Que las deje primero a ustedes y que luego nos lleve a hostal.
Sonia y Consuelo se mirarán la una a la otra mientras Vicente y yo demos las últimas fumadas de la noche.
—De acuerdo —dirá, finalmente, Consuelo.
Esperaremos unos minutos más y caminaremos un par de cuadras hasta que vislumbremos un taxi. Los cuatro subiremos, yo adelante, y desde el asiento trasero Consuelo le indicará al taxista hacia dónde ir. Los tres atrás conversarán cada vez más relajados hasta que lleguemos a la casa donde se hospeda Consuelo, diez minutos después.
Una vez que estemos abajo del taxi, le preguntaré a ella:
—¿Puedo entrar al baño?
Un poco a regañadientes, Consuelo aceptará. Bajo la condición de que no hagamos ruido. Así, luego de que vaya al baño irá Vicente, y quizá alguna de las chavas. Terminaremos sentados al pie de una escalera, conversando un poco más.
—¿Tú tomaste estas fotos? —me dirá, de pronto, Sonia Soares.
—¿Cuáles, perdón? —le diré, y me mostrará su teléfono móvil. Mi perfil de instagram— .
—Sí —le diré al verlas. Ella me mirará. Luego seguirá mirando su teléfono y dirá:
—¿Este eres tú?
Me extenderá de nuevo su celular y veré un autorretrato que tomé casi un par de años antes.
—Sí, soy yo.
—Te ves mejor ahora —dirá Sonia y agregará— : Eres muy buen fotógrafo.
Luego Consuelo mirará su reloj y dirá que ya es muy tarde. Dirá que tenemos que irnos o la regañarán. De tal modo que Vicente dirá que podemos llevar a Sonia en Uber. Un poco más relajada, Consuelo no pondrá objeción.
—¿Quién lo pide, tú o yo? —le diré a Vicente, una vez que estemos afuera.
—Yo lo pido —dirá Vicente y luego, en voz baja, acercándose a mí, agregará— : déjame llevarla.
Al parecer haré una cara extraña cuando le pregunte:
—¿Cómo dices?
—Yo la llevo. Hoy es mi último día en la FIL… tú todavía tienes una semana —dirá Vicente. Yo me quedaré un momento en silencio y luego, resignado, asentiré.
El Uber no tardará mucho. En el inter, tanto Vicente como Sonia platicarán muy a gusto, sonrientes. Cuando llegue el automóvil mi carnal se despedirá de mí con un abrazo y yo le pediré que me avise que está bien, que haré lo mismo en cuanto esté en el hostal. Dirá que sí, pero no lo hará.
Sonia me mirará directo a los ojos, me abrazará prolongadamente y me dirá que me vaya con cuidado.
Y se irán.
Mi Uber llegará unos momentos después. Abordaré en el asiento trasero. El hombre llevará puesta la siguiente canción:
Cómo te atreves
a mirarme así
a ser tan bella
y encima sonreír.
Le pediré que le suba un poco. Así lo hará.
—¿Ya a casita? —preguntará el Uber.
—Ya —le diré.
—Qué bueno.
—Sí…
El automóvil avanzará sobre las avenidas desiertas de Guadalajara. Y como sabré que en cuestión de diez minutos llegaré al hostal y tendré que batallar con la puerta de chapa numérica, y que entraré entre la oscuridad tanteando en busca de mi cama entre un montón de extraños extranjeros…
—Oiga —diré.
—Dígame.
—¿Conoce algún hotel por aquí? Algo no muy caro, para pasar la noche.
El Uber me mirará por el retrovisor. Se lo pensará un momento antes de decirme:
—Sí, conozco uno.
—¿Está muy lejos?
—No, no es muy lejos —dirá, y me hablará de calles y avenidas que me serán absolutamente desconocidas— . Está bueno, yo he tenido que quedarme ahí algunas noches… ya sabe, cuando mi esposa no me quiere en la casa.
Miraré al hombre por el retrovisor y asentiré. Luego miraré hacia la avenida desolada, a las líneas blancas que se trazan una tras otra sobre el pavimento iluminado por farolas.
—Lléveme ahí —le diré al chofer. Y el chofer me llevará.
Texto publicado originalmente en CanCerbero.
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