Don Carlos, quise escribirle
un poema,
unas cuantas líneas que hablaran
sobre usted,
sobre el día en que supe que había muerto,
pues el día en que supe que había muerto
fue ayer.

No era que estuviera moribundo, usted; me siento sano
me dijo, todas las veces
que lo vi.
Quise escribir sobre cómo
venció al alcoholismo
durante cuarenta años -de sus 73-,
sobre aquellos días en los que le era posible
caminar
de madrugada
en la ciudad
de México -sin ser asaltado-.
Quise evocar su sonrisa, don Carlos,
prostética,
pero auténtica;
su voz aguardientosa
y alegre. Joven
me decía usted
cada vez que iba por tacos
a su local,
ese que alguna vez fue carnicería;
aún conservaba intacto
el refrigerador con el que pudo
montar un negocio que le daría
de vivir
por tanto tiempo.
Ese tiempo en el que procreó un hijo -periodista-
y un par de hijos más; el tiempo
en que pudo casarse de nuevo,
con su segunda esposa, con la mujer
que aún cuida
de su negocio -y de su hogar-;
el tiempo en que pudo
entablar amistad con ciertos músicos, José José
entre ellos -a usted
le gustaba el rock and roll, compuso
canciones que fueron himnos-;
ese tiempo en que pude
conocerle,
darle la mano y abrazarle,
comer con usted. Don Carlos,
ayer me enteré que hace un año
que ya no está entre nosotros.

Lloré por la noche, don Carlos, cuando solo
dormía en la amplia cama que comparto
con mis recuerdos
-y mis demonios, que casi son
lo mismo-.
Don Carlos, dondequiera que esté
me disculpo
por la vez que borracho llegué
a su puesto
y le pedí
unos tacos -a cinco pesos, cada uno- casi a gritos.
Hacía tanto sol. Me reprobó
con la mirada
y me sonrió, el alcohol
por poco destruye
mi vida,
me dijo
alguna vez
y me platicó
de todo el tiempo que fue padrino
doble a;
me dio
los buenos días, joven, me dijo
esa vez, no se rinda,
joven
no se rinda, cuídese mucho,
joven,
cuídese mucho, que aún hay mucho,
joven,
por qué pelear.