Lo hiciste otra vez, maldita sea. Llevar un libro tuyo y regalárselo al autor de la noche. Qué afán protagonista y egocéntrico tienes, carajo. Luego pensaste: Nunca conozcas a tus escritores favoritos, aún estás a tiempo, aún puedes salirte de la fila e irte a la función para la película que ya compraron tú y Marsi, pero no, optaste por quedarte, con ella ahí, haciéndote el paro otra vez; total, ya estaban formados, te dijiste, autoindulgente como siempre. Ya no te temblaron tanto las piernas cuando estuviste a unos pasos de él, eso sí, por el contrario: estabas ansioso por abrazar a Guillermo Arriaga, el hombre cuya novela (Extrañas) presentó un momento antes junto a Rosa Beltrán y Jesús Ramírez Bermúdez, bajo el manto destructor de la obra de Siqueiros, pero atrás de ti la fila era todavía inmensa. Tú, que a veces firmas ejemplares, sabes cuánto puede llegar a cansarse la muñeca, por lo que no tienes idea, o la tienes, de lo que le espera al genial guionista de Amores perros. Un par de horas más, quizá, pensaste; tendré que ser breve, ni pedo, y eso hiciste (vaya, gracias) y le preguntaste si podías regalarle tu libro. Claro, con gusto, dijo él, y se lo diste, él lo vio, leyó el título y esbozó una sonrisa: No mames, cabrón, no todos los calvos sufrimos, dijo, y tú sonreíste también, no supiste ni qué decirle, dijiste alguna mamada y mantuviste tu mano fea y gorda sobre su gigantesca espalda. Luego Marsi les tomó una foto y tú a ella con él, ambas subexpuestas. Arriaga firmó ambos ejemplares (de El salvaje y Salvar el fuego -que ella te regaló-, respectivamente) con una letra apresurada, casi indescifrable, pero honesta y contundente, como su escritura. Esa que tanto aprecias, esa que tanto admiras y por la cual estabas ahí.