Suceder de la música y El corazón es un órgano destructor en San Fernando

La música nos envuelve como la lluvia.
Otros podrán vernos dentro de ella.
Pero dentro no hay fuera,
como la lluvia, dentro es absoluta. 

En mi breve camino por la escritura he tenido la suerte de encontrarme con algunos poetas brillantes, de a deveras, y de Ricardo V. Ríos puedo decir que se trata de uno de ellos, sino es que el mejor. 

Lo conocí hace no tantos años en una presentación fallida de un libro de crónicas (no por su culpa, desde luego, ni del autor, sino de los organizadores; siempre es culpa de los organizadores) a la que solo fuimos él, el autor y yo. 

Luego nos vimos otra vez, a razón de una cosa que íbamos a hacer sobre mi trabajo fotográfico (que, en realidad, puedo decir, es mi pasatiempo); ese día le tomé unas fotos a Ricardo y él me regaló su material, en una bolsita de plástico, formado, editado e impreso en un papel hermoso por él mismo. No recuerdo si vendía sus libros o no. Creo que no.

Y lo celebro.

Tomemos a la música
como una pintura abstracta.
Entiéndase la abstracción
en relación con todo matiz sonoro y sentimental
que la componen.
Y que algo nos cuenta
 Y en mucho nos pinta. 

Pasa que recién leí un par de cosas sobre edición independiente de las cuales coincido con algunas, pero si de eso se trata Ricardo V. Ríos es un ejemplo brutal de querer publicar por el mero afán de que esas palabras consigan su lector –y lo trastoquen–. No por escribir fama, dinero o reconocimiento. Para caer bien. No por esos motivos por los cuales se han desperdiciado millones de páginas 

                                    y de palabras.

El cuidado y el cariño que Ricardo V. Ríos le pone a sus libros ya lo quisiéramos muchos. Ya lo quisiéramos, pues, como editor. Así, títulos como Entre pliegues del aire, Desdén de Ángel, Piedras que ruedan, Días sin fechas o Cajón de sastre los podemos hallar en cuidados tirajes de menos de 50 ejemplares –creo–, exclusivos, únicos, inconseguibles en otro lugar que no sea con él. 

Lo cual los vuelve tan valiosos (como si su poesía por sí misma no lo fuera).

Así, se podría decir que el trabajo poético para Ricardo V. Ríos casi es su pasatiempo. No lo digo para demeritarlo, sino para enaltecerlo: su búsqueda es la belleza, no es la persecución a ultranza de nada más salvo del acto sagrado de escribir una línea tras otra. Un verso tras otro. Y que conmueva. Primero a él, seguro, y luego a los afortunados que nos hemos atravesado con la forma en que acomoda las palabras.

Cualquiera que me escuche, entonces, pensará que exagero y yo continuaría leyendo:

Tomemos a la música
como un umbral a cruzar
sin ese paso adelante
sin ese arrojarse
sin ese abandonarse decididamente
no abre ni brazos ni labios ni tiempos inmanentes
nuestro sonar por dentro se perdería
en el muladar del ruido de la urbe o
el de la noche que no para de triturar desechos
los frágiles huesos de nuestra alma
quedarían a la intemperie, sucios,
desacralizados, sin esa azul flama de su aliento. 

Se trata de un pasajes del volumen que hoy –también– nos convoca: Suceder de la música, cuyo título considero ya en sí mismo un poema. El motivo –el pretexto– de este poemario de marras es, sí, la música. Un tema que, para variar, tenemos en común, pero que Ricardo V. Ríos aborda con absoluta devoción. Al que le profesa su existencia misma. 

(No quisiera profundizar en mi fallida trayectoria como músico, pues soy un farsante, un advenedizo. Si bien llevo quince años aporreando los tambores para una banda de death metal, como instrumentista me considero un narrador superior. Así me lo han hecho ver algunos que me han escuchado tocar, y tienen razón; ameritaría –para mí, como exorcismo– varias decenas de cuartillas el pago de mi deuda. O parte del pago. Pero como oyente, espero, soy tan devoto como Ricardo, aunque a mi modo.)

En la cuarta de forros de su poemario, R V R escribe: 

¿Escribir a partir de la música? ¿Mejor, sólo escucharla? Lo contrario ocurre. Innumerables compositores —mayores o menores— han creado música a partir de obras literarias. La célebre ópera Carmen, de Georges Bizet, partió de una novela homónima. Richard Wakerman (Yes) compuso a partir de la obra de Julio Verne, Viaje al centro de la tierra. Entonces, ¿qué se alcanza o qué se entrega o se recibe al escribir a partir de la música? Quizás nada. Sólo se escribe, se responde al impulso de hacerlo. O tal vez sí se enlacen en lo inefable el sonido y la grafía.

No hay posibilidad de desmentirlo. Yo mismo, ya lo he escrito otras veces, y sé que es un ejemplo tal vez burdo, me aproximé a la obra de Hemingway gracias a cierto cuarteto metalero de San Francisco. Así pues, música y literatura tienen un lazo de sangre inquebrantable. O, mejor dicho, ineludible. O, mejor dicho, deseable. Porque quien sabe leer, sabrá leer música, y viceversa. Y porque sí: al final solo son signos sobre papel en espera de sonar. 

Fotos: Marcela Martínez

Molotov al sentido común

Como órgano vital, el corazón distribuye la sangre en todo el cuerpo; su función es hacer correr la vitalidad, animar, exalta todo nuestro cuerpo. En términos de sentido común, el corazón es el altar mayor del amor. De manera que amar es una de las experiencias más vitales de todo ser humano; amar nos enciende, nos exalta, nos lleva a uno de los niveles más alto de la vida del ser humano.

Sin embargo, el sentido del título del primer poemario de Samuel Segura, El corazón es un órgano de destrucción, apunta en sentido contrario: el corazón, el amar, distribuye, entrega muerte; el corazón, recinto del amor, es cloaca, desamor en todas sus formas.

Samuel Segura es, primeramente, un narrador. Ha publicado novela, Metal (2018), Pandemonio, novela gráfica (2021) y relatos Hordas (2022), entre otros. En el caso de la poesía, de algún modo, Segura, sigue narrando en las formas propias de este género literario.

De manera que nos podemos preguntar qué cuenta, qué nos puede ocurrir, según Samuel Segura, que nos puede conducir a declarar, de forma lapidaria, El corazón es un órgano de destrucción.

Podemos decir que son esperables en un poemario las pérdidas, los desencuentros amoroso, el episodio vital malogrado. Citemos algunos ejemplos.

En el título que da nombre al poemario, El corazón es un órgano destructor,

encontramos una pérdida amorosa vivida de manera extrema:

Aunque no sé, en verdad,
por qué te fuiste
tan lejos
cuando deberíamos
estar
mascercaquenunca
desafiando
el final de los tiempos
Sólo sé que el corazón
es un órgano destructor
y que, como la esperanza,
se muere al último.

En la misma línea, el título Hoy murió un viejo amigo, el corazón vuelve a ser protagonista:

Hay una foto en la que estamos
tú y yo
(y otros dos chicos, el otro Diego,
y aquél a quien le decíamos Gonchito Alonso)
De eso tiene veinte años y hoy
me entero que has muerto; algo
se ha apagado para siempre
en mi corazón.

Pero tales pérdidas no dan del todo como para calificar al corazón como destructor, homicida. Sin embargo, el título Desde ahí te escribo, enlista tres experiencias que nos parecen hacen comprensible – en un sentido amplio – el título del primer poemario de Samuel Segura:

Desde las casas que nadie habita pero que se siguen
construyendo
sobre ruinas de familias desbaratadas
entre soledad y dolor,
luego de guerras que todos y nadie lucha, y que siempre dejan caídos                                                                    
hijas que no lo son y un mal día se enteran,
hijos que nunca fueron, muertos sin haber vivido,
amores que abandonan, que se van, y que también se mueren
como el mar
que acaricia los pies un momento, para luego desvanecerse
en el tiempo.
Desde ahí te escribo.

Hay aquí un entorno urbano perpetuamente en destrucción, un retrato de la típica familia disfuncional y un personaje encadenado al abandono amoroso.

Y es ahí, sin duda, el suelo fértil de un desbastador desamor en donde la necesidad de amar y ser amado es una constante frustración y el corazón ante ésta se vuelve contra sí mismo y se muda en un órgano de destrucción.

RVR

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