Para Diego y Perla

Don Alberto devolvió a la vida
unos muebles
que destrozados reposaban, polvorientos,
en la casa que un día fue de mi abuela
materna, aunque nunca
fue suya y ahora
está intestada (y sin mí).

Los pintó, martilló, barnizó y todo aquello
que los muebles necesitan para revivir;
aplicó el mismo procedimiento
a unas puertas:
de pronto todo había recobrado
su dignidad; ‘esto ya no tiene remedio’
habían dicho algunos, yo
siempre he creído en las segundas, terceras (y cuartas)
oportunidades.

Una vez me despertó tocando
varias veces la puerta; la puntualidad y dedicación en su oficio
fueron cualidades que lo caracterizaron, cualidades
que celebro en cualquier persona,
pero además era impecable y creativo. La última vez
que caminamos juntos, desplazando uno de esos muebles en un diablito
usted llevaba un cigarrillo encendido,
vicio que compartimos y que no he podido
abandonar (del todo); había, siempre hubo, una seriedad
en su persona; una serenidad, una calma, una especie
de melancolía,
una convicción, diría también
por entender de qué se trataba
esto de estar vivo.

De los tres libreros que resucitó hubo uno
que construyó de cero, sobre el que solía ser
el ropero, el único mueble
que no pude llevarme en la última mudanza,
el mueble más bonito
que jamás tendré.
Usted y su hijo, Diego, echaron mano
de las herramientas y técnicas que disponían
para levantarlo;
aunque les pagué no tengo modo
de pagarles, aún no tengo
forma de pagarle a él, a su hijo
lo mucho que me ha ayudado. Sé, Diego
que disfrutaste a tu padre tanto
como él a ti. A Perla, a ustedes dos, sus hijos.
Tal como querían los tres.

Sé también que usted, don Alberto, está en un mejor sitio:
junto a su esposa, a quien tanto extrañó.
Finalmente habrán de reunirse y podrán abrazarse
por los siglos de los siglos.