Para El Emilio
Aún recuerdo su consejo:
—Si quieren leer algo, léanlo al momento.
Aún recuerdo su nombre. Era nuestra maestra de biología en la secundaria. Y mi vecina.
Me gustaba. Era una mujer muy mayor para mí (quizá rozaba los cincuenta; yo los doce, luego los quince), pero poseía una belleza inextinguible (de piel morena y pecas; cabello castaño casi rojizo; ojos grandes, sonrisa ídem. No muy alta).
Solía pensar, yo: Seguramente, cuando era joven, no tenía parangón.
Y era, a pesar de ser bióloga, cristiana. De pronto, como que no queriendo la cosa, metía a Dios en sus clases. Sus preceptos. Sus valores.
Yo no entendía muy bien cómo era posible semejante combinación.
Pocas veces la encontré en la colonia. La última vez, si no mal recuerdo, habían pasado muchos años, y yo iba en auto o en bici y pasé rápido frente a su casa (que, pensé, era tan bella como ella: de ladrillos rojos, pequeña, elegante; nunca entré) y no me vio.
Su marido, me acuerdo, era un hombre calvo, alto y de lentes que, imagino, también tenía alguna profesión. Quizá también la biología.
No sé por qué se me cruzó su recuerdo con el otro del que vine a escribir…
Ah, cierto, por aquello de leer al momento (de hacer las cosas al momento, diría). Lo aplico lo más que puedo. Ciertamente en lo que leo, especialmente en lo que escribo –y en otras varias que, si no las hiciera así, las postergaría ad infinitum–, pero no siempre.
Es el caso de este texto.
Conocí a Enrique Metinides la ocasión en que fui a una expo suya realizada en 2016 y llamada del mismo modo que el documental que sobre él se estrenó ese mismo año: El hombre que vio demasiado.
Aún recuerdo su aroma. Formol.
Era poco después del mediodía. Me encontré con El Emilio en las afueras del metro Cuatro Caminos. Entonces apenas empezaban a construir la central que, me temo, ya está en funcionamiento.
No había nadie a esas horas. La sala estaba vacía y pudimos ver las fotografías a placer y con toda comodidad. Aún recuerdo haber tomado alguna que otra foto de dichas fotos magistrales. Un año antes, luego de mucho tiempo de querer hacerlo, me hice de una cámara semiprofesional y empecé a tomar fotos con ella para un proyecto de periodismo en el que participaba entonces y por el cual estaba ahí, en esa exhibición.



El Emilio también. Al igual que yo, le gustaba aporrear teclas y disparar el click. Tenía un talento innato para ambas cosas, heredado, intuía yo (aún), por su padre cronista y su hermano mayor fotógrafo (análogo).
Si la memoria no me falla, estábamos por irnos. Caminamos hacia la recepción del museo, que funge como entrada y salida, y ahí estaba el viejo fotógrafo, de pie junto a una ambulancia. Vestido con un traje gris, parecía que andaba por ahí por casualidad. Para nosotros fue un hecho muy afortunado, aunque ahora que lo escribo, siete años después, pienso en la posibilidad de que quizá siempre estuviera ahí.
—¿Le pedimos una entrevista? —le pregunté al Emilio, al oído, a suficiente distancia para que el hombre que vio demasiado no nos oyera.
—Vas —me dijo—. A ti se te da mejor. Yo les tomo las fotos.
Nos acercamos entonces al fotógrafo, yo a un par de pasos adelante de mi amigo (casi mi hermano) y:
—Hola, qué tal, un gusto —le dije a Metinides, quien correspondió el saludo de mano. Temí haberlo apretado mucho (saludo fuerte y tengo la mano pesada). Era un hombre menudo, blanco, más pequeño que yo, de aspecto enfermizo. Su olor a formol daba la impresión de que provenía del inframundo que tantas veces había retratado.
—¿Cómo están? —nos dijo y nos miró con esa mirada suya, quizá tan cansada de ver, más un intento de sonrisa.
—Muy bien —habló el Emilio—. Es impresionante la galería.
—¿Si verdad? —dijo Metinides, como si habláramos de cualquier cosa, de su lindo traje.
—Tiene unas fotos increíbles —le dije yo.
—¿A ustedes les gusta la foto? —preguntó Metinides, desviando la atención de su persona. Vio la cámara del Emilio. Una Canon, como las que usaba él en esa especie de retiro suyo del arte de la imagen fija plasmada en nitrato de plata o en pixeles: casi todas las imágenes exhibidas correspondían a un tiempo muy lejano, cuando don Enrique era joven y se lanzaba como reportero de nota roja improvisado –al principio– a los lugares de los trágicos hechos. Ciertamente no necesitó hacer más. Lo hizo de sobra, como lo cuenta el documental. Aquel niño que jugaba con una cámara hizo de la fotografía de nota roja un acontecimiento artístico. Sin saberlo. Sin intentarlo. Tocado por un don divino, Metinides fotografió ciertos rincones del infierno y extrajo belleza de ahí.
—Y aún así se veía un hombre muy simple —me dijo Marsi, mi esposa, bióloga también, luego de que vimos el documental (pirata) en internet sentados el uno al lado del otro en el sillón que tan adolorida me ha dejado la espalda por dormir la siesta en él. Esto ocurrió un año después de que quedamos de verlo (oficial) en internet, tras la muerte del fotógrafo a los 88 años (veo que, cuando lo conocimos el Emilio y yo, ya era octogenario). Un hombre al que los intelectuales observaron con admiración. Un artista genuino al que los intelectuales, de acuerdo con un intelectual entrevistado en el docu, le parecían extraños, ajenos. ¿Por qué me preguntan todo eso?, parecía preguntarse, sobre su trabajo, ese que emerge de un sitio desconocido –y de la práctica, agregaría yo–, de un lugar inexplicable. Metinides era un artista innato alejado de los académicos que no entienden (o no aceptan o no quieren entender) que el arte auténtico siempre viene antes del análisis y la creación siempre antes de la interpretación.
Entonces, mientras mi esposa y yo veíamos el filme, recordé que quería escribir algo sobre el fotógrafo de origen griego desde aquella vez que lo conocí. Cosa que recordé un año antes, cuando murió. Vaya, procrastinamos tanto que el tiempo se nos escurre como arena, pensé, e imaginé, plop, literalmente, un bonche de arena escapándose de mis horrendas manos.
—Sí, nos gusta la foto —le contestamos los dos a Metinides, casi al mismo tiempo (como casi hermanos que somos). ¿Podemos retratarnos con usted? —por entonces ya estaban de moda las selfies, pero optamos por el viejo estilo de retratarnos un poco desde lejos.
—Sí, claro —dijo, aunque volteó a ver detrás de él, como si alguien lo vigilara. En aquel lugar parecía no haber nadie más que nosotros tres.
El Emilio disparó algunas veces, y yo lo secundé para que el recuerdo también fuera suyo.
Y, como no queriendo la cosa, le pregunté de repente a Metinides:
—¿Podemos hacerle una entrevista?
—Miren —dijo y carraspeó— la verdad es que, por contrato con la directora del documental, no puedo hacer entrevistas con nadie más.
¿Qué?, me pregunté en voz interior en ese momento, indignado por esa imposibilidad. ¿Cómo que no podía dar más entrevistas? ¿Acaso aquella persona era dueña de esta otra? ¿De su historia? ¿Qué clase de ególatra paranoico haría semejante atrocidad?
Supuse que las cosas se manejaban así “en el medio”, que seguramente eso ocurría en otros sitios dentro del negocio del arte y de la información. Pagar por entrevistar, pagar por fotografiar. Por ser entrevistado, por ser fotografiado.
—Ah, bueno —le dije a don Enrique y seguimos platicando. No sospecha, mucho menos la directora del docu, pensé, que entonces haremos periodismo gonzo, el de Hunter Thompson, o, mejor aún, el de Gunter Wallraff, ese al que le vale madre los acuerdos, el que narra la vivencia personal, el encuentro cotidiano, casual, como lo es este, como lo es esta conversación, sin que medie la figura del periodista o del reportero, sin que haya de facto una entrevista—, pero la plática fue inane, ya mermada por aquella cláusula contractual determinante y acaso dijimos alguna otra cosa que ya he olvidado (aunque quizá El Emilio lo recuerde mejor. O quizá no).
Gracias a Dios permanecen las fotos de aquel día tan extraño como inolvidable del que aún recuerdo esto.








Fotos: Emiliano Pérez Peralta
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