Alineado junto a otros casets, de Bon Jovi, de Gloria Trevi, de Víctor Iturbe el Pirulí, el álbum negro de Metallica reposaba bajo el sol mañanero en aquel puesto de chácharas que cada viernes, como todo el tianguis, se pone afuera de mi casa. Miré su negra carátula y alcancé a ver la serpiente grisácea, plateada, que medio se ve en casi todas sus ediciones. En ésta hasta se distinguía el logo, el logo de siempre, el que tiene tridimensionalidad. Moví la videocasetera que tenía a mis pies, me hinqué y llegué a él. Dudé que fuera, dudé de mi buena suerte, pero pensé “¿Hay otra portada tan negra en otro disco de cualquier otra agrupación o solista?» Seguro que sí, pero en mis limitados referentes esa es la única. Ahí estaba, una edición nacional, original sin duda, intacta. Hice la pregunta: ¿A cómo, don? Diez varos, dijo, y siguió leyendo o tragándose una manzana, o ambas. Mi padre es chacharero de corazón y también es cliente de este hombre desde hace muchos años. Me ha contado de las cosas que se ha llevado de ahí. La última, una bici. Este hombre no sabe del valor de mi hallazgo, y no vale la pena ni decirlo, así que guardo compostura y saco los diez pesos en monedas y le pago al momento. Miro el resto de los casets con más calma, para distraer, pero no tengo más fortuna. Es todo lo que vale la pena para mí y rápidamente camino a casa, con un café con leche y el caset en las manos. Desde ese día, hace una semana, lo he estado escuchando a diario: su calidad, como la de muchas cintas, no es la mejor, y mi reproductor tampoco es que esté al pedo, pero aún así le subo al volumen: si algo tiene este disco, si algo lo podría definir, es su ponchadez. Escucho el lado A, luego el B y no hay momento en que no deseé matear, como siempre me pasa cuando lo reproduzco, sea la situación y el formato que sea. Hoy también lo escuché e inevitablemente pasó. Me voy enterando de que hace 24 años salió a la venta.
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