Cuesta mucho imaginarse una rebelión pacífica, pero radical, desde el periodismo. Cuesta imaginarse a los colegas de todos los medios y rincones de este país aliándose en pos de la verdad. La verdad. Así me lo dijo una vez alguien, un maestro que nada tiene que ver con este oficio: la esencia del periodismo es la búsqueda de la verdad. Tendría que serlo. Como si se tratara de la ciencia o de la filosofía. Hasta de la religión, me dijo, y el hombre trató de explicarse: la verdad es aquello que es; el periodismo procura mostrarnos la realidad, nuestra realidad, sin ensuciarla (no me refiero a la objetividad, que es otra cosa). Lo más transparente posible, en todas sus facetas. Y esa verdad, tan compleja y amplia como el concepto mismo (cuántas verdades hay), englobaría a la justicia, porque la verdad busca respuestas, y las respuestas siempre salen a flote por más que se encubran. La verdad, la justicia… vaya. Cuesta trabajo siquiera escribirlo cuando nuestros términos son otros. Los términos de hoy, los términos del pragmatismo. Cuesta imaginarse a un gremio combatiendo la impunidad que nos consume cuando el gremio mismo ha sido consumido por ella y por la mezquindad, sobre todo, como escribe Víctor Roura en su libro El apogeo de la mezquindad. Nuestra única verdad es la del dinero, o la del poder, o la de la intolerancia, o la de la hueva, la del rockstarismo y la fama y la gloria, o la del compromiso nulo con su quehacer, con la palabra escrita; la de la no profesionalización, la del valemadrismo, la del ai se va, la del nulo rigor, o cualquier otra que no sea buscar las respuestas más cercanas a la preguntas ¿Qué pasó? ¿Qué está pasando? Cuando al periodista no le interesa acercarse a sus colegas -mucho menos a su entorno-, unirse a ellos, sino, al contrario, atacarlos, desprestigiarlos, tirarles mierda y decir: gustaban de la fiesta. O ignorarlos. Ojo, no se trata de no ser críticos. Entre más lo seamos, mejor. Mucho mejor. Pero cuando el periodista antepone sus prejuicios, sus más profundas frustraciones, sus intereses siniestros, sus aversiones; cuando obedece el mandato de las empresas para las que trabaja, ponderando intereses mercantiles a su labor profesional (la información como mercancía, la competencia, más clicks, más likes, todos de rodillas ante las reglas del mercado); cuando no mira lo que tiene frente a sí, digamos, el asesinato de personas, de un periodista por un tiro de gracia; cuando mira eso no duda, no cuestiona, y entonces publica la versión oficial por si las dudas, la de un gobierno -en todos los niveles- que se ha cansado de mostrarnos cuán corrupto es y cuánto se burla de todos. Eso lo sabemos más que cualquier cosa y los medios lo replican. El periodista se agacha y no rezonga. Y sus jefes y los políticos se burlan. No sólo de los periodistas, sino de la sociedad entera. El periodista, parece, ignora que es parte de la sociedad. Porque publica eso y se aparta, es indiferente («su deber sólo es informar») y los lectores, algunos, se indignan, y esa especie de desahogo durará uno, dos, tres meses, y nada más pasará y entonces bienvenida la siguiente tragedia. Bienvenidos los columnistas, los opinadores, las marchas, el análisis, el recuento de los daños. Cuántas veces hemos visto eso en los últimos años. Y nosotros aquí, como observadores, replicando, sin conciencia alguna. Recuerdo con claridad cómo ciertos maestros -ya se me van sus nombres- y algunos periodistas nos decían en la facultad: no son héroes. Ni luchadores sociales. Su deber es informar y ya. Eso nos decían. Uno de ellos, que entrevistó al subcomandante Marcos en su pleno apogeo, nos dio a leer, creo que a propósito, Morir de periodismo, novela de Marco Aurelio Carballo, periodista también (y quien, me acabo de enterar, murió días antes de que publicara esta entrada). Tomo prestado su título para este texto a modo de homenaje y porque me parece que le viene mejor a nuestra realidad que a su ficción. Y me disculpo. Y me pregunto si nuestra labor es entonces tan inútil. Si de verdad evidenciar la corrupción (no sólo política, sino de los medios mismos o los contubernios de ambos) es tan inútil. Evidenciar la impunidad. ¿Cuál es entonces nuestra misión aquí, frente a este sistema putrefacto? ¿Reproducir sus mensajes? ¿Hacerles eco y sonreír? ¿No es ofrecerle a los lectores, al público, a la sociedad que mantiene vivos a esos medios, a los medios todos, un material periodístico que los mueva a, de menos, cuestionar su entorno? ¿Qué implica informarse? ¿Saber que la primera dama compró una casa con “los fondos de todos sus ahorros” sirve de algo? ¿Le ha servido de algo a este país informar sobre tanta muerte y tanta sangre que ha corrido los últimos nueve años? ¿Evitó la muerte de algún periodista? No, al contrario. Cuando las palabras verdad y justicia no significan nada, es entonces cuando mueren periodistas. El simple hecho de informar es causa de muerte aquí. Porque se perjudican los intereses de algunos. De quienes ostentan el poder, de la política y el dinero, en primer término. No es tan complicado. Es como es. ¿Hay alguien aquí que pueda decirnos que no? Los hay. Y sin mayor problema te darán el tiro de gracia, a menos de que te unas a ellos. No al gremio. No a la sociedad. Mucho menos a la verdad. Mejor con los dueños de los diarios, de las televisoras, de las alcaldías, de la mafia. Mantengamos apacible el statu quo. A veces a la fuerza y a veces porque esos son nuestros principios: ser parte de esos entes que suenan a mito, a chaquetas mentales, pero que tienen bien cimentadas sus raíces, sus modos, sus métodos y aquí nos tienen atemorizados, encabronados o tratando de explicarnos, de entender algo, y entonces suena imposible, da risa, lo sé, pensar en una rebelión desde el periodismo. Una completa utopía. Cosa de locos y soñadores. De insensatos como yo. Imagino a los periodistas unidos por su gremio y por el bien común. Porque esto no es exclusivo de nuestra labor. Nos ha superado hace mucho. Se trata de que, ante todo, somos ciudadanos. Individuos y colectividades por igual hechos mierda por su entorno impune y mentiroso. Que cree pendejos a todo el mundo: periodistas, abogados, conserjes, amas de casa. A quien sea. No encuentro otra forma de combatir la impunidad si no es a través de nuestra esencia: la verdad. ¿Y qué es la verdad? Tener la certeza de, por ejemplo, qué pasó hace unos días en la Narvarte. ¿O acaso la verdad es aquella que nos dijo que cinco muertes por tiro de gracia fueron la consecuencia de un asalto?
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