Conforme avanzó sobre la calle lo miró con más claridad. Ahí estaba, tirado en una esquina, abandonado. Pudo haberlo reconocido estuviera en el lugar en el que estuviera. Entonces los recuerdos se le agolparon, aquella noche en que no llovía pero que helada agredía la piel: recordó especialmente cómo, llorando, arrastrándose por toda la casa, le rogó a su padre y a los hombres de la mudanza que cargaban toda la sala que no se lo llevaran, que por favor no se llevaran aquel sillón. Su padre le dijo que era momento de cambiar, pero que (cedió ante las súplicas) se llevarían aquel viejo sillón con el abuelo. Y así fue. Pero de aquello habían pasado unos veinticinco años; el abuelo recién había muerto y el sillón ahora yacía en esa esquina en la que vivían drogadictos y perros callejeros. Se acercó a él. Notó que tenía los brazos rasgados; sintió en su propia piel que la tela que lo tapizaba (un color vino deslavado) tenía frío y, parecía, deseos de volver a estar dentro de una casa. Fue que se sentó en él: el asiento estaba hundido, pero soportó su peso. Cerró los ojos y se recargó en el respaldo. Enterró los dedos en las rasgaduras que dejaban el relleno a la vista y unas lágrimas escaparon de sus ojos. Salvo ella, no había nadie más a la redonda. Nadie la vio levantarse y decirle adiós alzando un poco una de sus manos.
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