No hay que abordar la página en blanco a la ligera

Salvo Mientras escribo nunca he leído a Stephen King. Supongo que mis prejuicios me condenan: no soy fanático de la literatura o las películas de terror, y Eso (la película) me aterrorizó más que cualquier otra cosa en mi infancia (más incluso que su final -de tan verdaderamente horrible-, cuando la vi ya de adulto hace no mucho). Solo hay una novela suya que me gustaría leer, llamada 26/11/63, que aborda el asesinato de John F. Kennedy y un viaje en el tiempo para impedirlo, y cuya edición (especialmente por su portada), por sí misma (en la versión en español) vale la pena. (De acuerdo, también me gustaría revisar las colecciones Todo oscuro, sin estrellas y Las cuatro después de la medianoche.) En fin, que a estas obras las conocí en la editorial en la que trabajaba, donde se publican los libros de King en español. La primera, y la que tendría que ocupar todo este espacio, me la recomendó una de las editoras, de hecho quien estaba a cargo de los libros del famosísimo autor de Maine y de otros títulos de bolsillo, la mayoría bestsellers que todavía me causan cierta -e injustificada- repulsión. Me lo recomendó justamente porque le platiqué que estaba interesado en escribir, porque quería dedicarle mi vida toda a la palabra escrita. En ese tiempo, hace unos cinco años, hacía mucho que se había agotado la edición de ese libro en México, que en España se editó e importó bajo el sello Plaza y Janés. “Tienes que leerlo, es indispensable”, creo que me dijo ella, y me pasó la versión en inglés (llamada On writing) en digital. Yo todavía no estaba contratado, tenía cierto tiempo libre y ninguna obligación de peso encima, así que me puse a hojearlo. Y a pesar de no ser seguidor de su obra, de inmediato descubrí en sus líneas (desde el prólogo y hasta la última palabra) la valía de este trabajo: siendo el autor un hombre que ha dedicado la mayor parte de su vida a este oficio, escribiendo miles de páginas, publicando decenas de libros, vendiendo millones de dólares, algo tenía que saber. Y vaya que sabe (da miedo cuánto, aunque la crítica u otros exquisitos que no toleran a los superventas se sobresalten). Hoy que releo algunas de las cosas que en su momento no entendí muy bien por mi mal inglés, comprendo con mayor claridad el tono y la fuerza de sus palabras. “No hay que abordar la página en blanco a la ligera”, escribe King en algún párrafo de este libro y de inmediato rescato esa idea y pienso que bien podría resumir sus enseñanzas. Al menos las que tiene para mí. Si bien es un oficio, el de escritor, como el de todos los demás (carpintero, plomero, albañil), requiere de algo más allá que la buena voluntad o el talento de quien lo practica: necesita una entrega y una preparación absolutas, un leer mucho más de lo que se escribe, un observar la vida, lo cotidiano, escuchar a la gente. Una sencillez no solo al momento de utilizar las palabras para ser claro y conciso, sino una sencillez del alma: uno no escribe para obtener reconocimiento ni dinero aunque se obtengan, uno no escribe mas que como una forma de supervivencia (que se los diga Stephen en su apartado final, «Vivir»). Y para escribir se requiere muchísimo trabajo, no basta con sentarse frente a la computadora e invocar a las musas: uno necesita una caja de herramientas lista para cuando se requiera, para llegar al fondo de todo, donde vive un hombre feo que brinda las buenas ideas; una caja que contenga, por ejemplo, el conocimiento de la lengua, de la gramática, de todo aquello que es aburrido pero que se tiene que saber y que se puede saber leyendo y escribiendo -e imaginando- después. Por lo que escribir se trata de una cuestión de paciencia, de sencillez, de honestidad. De lucha continua. Por supuesto de gozo (si no lo gozas dedícate a otra cosa) y de una pareja que te respalde para siempre, en la miseria y en la prosperidad, en la salud y en la enfermedad… Y a pesar de que a veces uno sienta que no es capaz de decir las cosas como las quiso decir (eso siempre pasará), uno tiene que hacerlo lo mejor que pueda. Y habrá alguien a la distancia de los años o de las fronteras que escuche el mensaje y conecte con aquellas palabras que debieron salir de lo más profundo del alma. Ahí donde se esconden los prejuicios, las alegrías, el regocijo, los placeres más ocultos. El miedo más aterrador.

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