Que los pájaros batan sus mortíferas alas

No deberían existir los cuentos perfectos. Porque por muy buenos que sean los otros, los perfectos los dejan sin oportunidad; no hay manera de olvidar ese cuento y siempre hay forma de olvidarse de los demás. Así me pasó esta vez, ahora que hice algo que no había hecho antes: leer los textos de manera aleatoria, sin marcas ni separadores, pretendiendo recordar cuál había leído ya y cuál no. Sin razón.

Compré este título (muy barato) en un callejón de libros usados en el Centro porque ya le traía ganas al autor. Uno al que tachan de genio, de maestro de las letras americanas. Todas esas cosas que las editoriales se empeñan en decir de sus autores, valiéndoles madre que a algunos lectores eso empiece a molestarnos. Este autor se trata (se trataba) de un tipo simpático de bigotes y gafas parecido a Mark Twain no solo físicamente, sino por ser uno de los escritores más mordaces y ágiles de la literatura gabacha: Kurt Vonnegut.

Y es cierto. Definitivamente no he leído a cada uno de los escritores más mordaces y ágiles de la literatura gringa, pero sin duda Vonnegut debe ser uno de ellos.

En fin, decía que no deberían existir los cuentos perfectos porque Kurt ha escrito uno en este libro. En Mire al pajarito. Y lo hizo cuando pensé que no podía escribir algo mejor entre todos los que están en él compilados. Si no mal recuerdo empecé por aquel titulado «El honor de un repartidor de periódicos» y ya por ese solo relato había valido la pena arriesgarse con esta adquisición. A partir de ahí me la llevé muy tranquila: leí la introducción y poco a poco me fui echando cada uno de los textos. No fue difícil pese a que no lo había hecho nunca (eso de irme en forma aleatoria): si el título me llamaba la atención en ese momento, ese cuento leía. Así me fui hacia el cuento homónimo de este libro, por «El buen explicador», «El rey y la reina del universo», «Una canción para Selma», «Hola, Red» (uno de mis favoritos), etcétera. Cada cual con una personalidad tan propia, tan definida; historias y personajes tan peculiares que al leer los textos uno podía decir fácilmente (y quizá aún pueda hacerlo pese a que tengo mala memoria): ah, claro, éste habla sobre esto y éste sobre lo otro.

Le agradezco eso a Vonnegut. El enorme respeto que tiene por sus lectores. Sus temas se despliegan tan libremente («de prostitutas a marcianos», diría un cuate) sin broncas, fluidos, naturales, sin miedo a las palabras ni a hablar de lo que sea (de lo que sea), con un deseo asombroso no por asombrar sino por mantener leyendo a quien lo lea, que cada que concluía un relato le decía al autor: gracias. Porque un escritor sin oficio o mañoso habría fracasado drásticamente si pretendiera hacer malabares de este modo. Porque sí, la neta escribir cuentos es como lanzar unas bolas al aire e intentar controlarlas con las manos para que otro se entretenga mientras espera que se encienda la luz verde.

Eso creo.

En fin, decía que no deberían existir los cuentos perfectos porque Vonnegut ha escrito uno en este libro. Supongo que es cosa mía, por esto que hice de leer aleatoriamente, pero el último que leí fue el que más me dejó boquiabierto y dando las gracias (y las nalgas, claro). El que me derrotó por knockout (como dicen que deben de derrotarte los cuentos), el que me rompió la nariz (como me la rompió un culero un día), el que me enamoró completamente (como hizo hace no mucho cierta mujer). El que se lo lleva todo. Se llama «El Key Club de Ed Luby», y si no mal recuerdo es el más largo, además; incluso está dividido en dos partes. La forma en que Vonnegut te zarandea, de la risa al llanto, de la tragedia al heroísmo, de lo cotidiano a lo más extraordinario, no tiene madre, no tiene comparación. Le hace a uno decir de este Mire al pajarito: y que por favor los pájaros batan sus mortíferas alas. Vaya, me encantaría que todo mundo lo leyera, y me encantaría decir que es un ejemplo de cómo se debe escribir un cuento, de cómo se debe escribir una buena historia (cualquier historia). De cómo escribir de forma honesta y contundente, con inteligencia, con respecto al lector, con respeto a este oficio tan adverso que es el de la escritura.

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