¿Ya supiste lo de Eusebio?, me dijo. No sabía, pero después de preguntarle qué había pasado le comenté que justo estaba pensando en él. Por cosas pendientes [malditos pendientes] y por otras que aquí no vienen a cuento, pero tenía muchas ganas de verlo, le dije. De cualquier modo, pensé, siempre estoy pensando en él. Entonces volví a leer la situación en la que se encontraba [en la que aún se encuentra]: hospitalizado, grave. Y luego ya no pude hacer lo que estaba haciendo, y ya no pude sentir el dolorcito que estaba sintiendo, y la imagen de mi maestro y amigo me acaparó todo. Me paralicé frente al escritorio unos minutos. Luego vino algo, no sé, una calma. En fin, hoy estoy un poco más tranquilo [hoy Eusebio está un poco mejor] y me animo a redactar estas letras siempre insuficientes, burdas, ingenuas, como agradecimiento, como tributo, como apoyo, como catarsis, como lo que sea; redacto un pinche párrafo para un hombre que ha entregado su vida a la escritura como nadie que yo conozca… [No debería de escribir nada, profe, tú mejor que nadie sabes de la inutilidad de las palabras; sin embargo ahora tomo un libro tuyo y te leo, te escucho y, como siempre, me consuelo]. Eusebio, esto si quiero decirte: siempre, bajo cualquier circunstancia, te estaré agradecido por tu inmensa generosidad, por darme la oportunidad de aprenderte, de conocerte; por compartir tu trabajo, por compartirlo en este espacio, por compartirlo con tanta gente… Yo solo deseo [como cada uno de los muchos amigos, hermanos, alumnos, que tienes] que te recuperes y podamos conversar pronto. Profe, sobre todo te agradezco la sacudida: uno suele perder el tiempo en pendejadas sin importancia, pero cuando el verdadero dolor llega es fácil de reconocerse: se lleva todo a su paso para dejar, sí, solo quietud.
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