Todavía tiembla. Te irás a la cama esa noche y seguirá temblando. Dormirás con las botas puestas, con el pantalón, la playera, lo mismo que llevabas cuando el suelo y las paredes -y el corazón, acuérdate- se sacudieron todos juntos sin piedad, con violencia. Tiembla, todavía, como cuando te aferraste al marco de la puerta porque así te enseñaron que tenías que aferrarte en caso de sismo, en caso de que no hubiera de otra mas que esperar en el lugar de trabajo o en la vivienda. Y así lo haces, sin calcentines, sorprendido de seguir ahí y de respirar a tantos kilómetros por hora. Que se acabe, que se acabe, suplicas en tus pensamientos, eso recuerdas, pero los objetos caen y las paredes truenan y el movimiento de la Tierra es un ruido sordo que no quieres volver a escuchar en tu vida, pero que es la segunda vez que escuchas en pocos días, y que escucharás, como todos, todavía. Sí, la otra vez te agarró cagando, y aunque aquel terremoto fue más potente que este al menos pudiste escapar de la casa y ver afuera, en la calle, el cielo que se llenaba de destellos multicolores y la noche acentuada, con toda su negritud, por la ausencia de luz de los postes que bien pudieron derrumbarse. El grito de los vecinos, tu propio grito, fue el mismísimo llamado del Apocalipsis. Esta vez, en cambio, no te dio chance ni de moverte, y fue que te aferraste sin calcetines, descalzo, al marco de la puerta, y te resignaste deadeveras: ni pedo, ya valió madre, te despediste de ti mismo, y te preparaste para que se desplomara el techo o la pared o el piso; el momento había llegado y no podías creer que lo verías tan en primera fila. Fue que vino el silencio para ese ruido inaudible. Eso tampoco lo pudiste creer. Oh, estabas vivo, así que agradeciste de seguir ahí aferrado y ahora sí te calzaste las botas, tomaste tus tres pesos, tu teléfono, y saliste de casa a sabiendas que la quietud no era sino el verdadero rostro -maligno- del sacudimiento previo. La anciana te espera llorando a la puerta de su vivienda: esta vez sí me espanté, te dice porque la vez pasada el temblor no le hizo ni cosquillas (ni en el 85 ni en el 57, te cuenta), y la invitas a salir de ahí; te toma del brazo, una mano te agarra y la otra sujeta el bastón; le pides que avance sola un momento en lo que vas por la correa y agarras al perro -le dices-, ese que sabe cuándo tener agallas y cuándo asustarse. Ahora se le juntan las dos emociones, piensas, y salen los tres lentamente de ahí. La cabeza te vibra como te vibrará muchas horas, muchos días después, como a todos: lo sabes porque desde el terremoto pasado ya te vibraba así y cualquier movimiento te hacía mirar hacia el techo, ver el foco de cien watts colgando de un cable negro y preguntarte: ¿Está temblando? Afuera están los mismos vecinos de esa primera ocasión, quizá otros, también con sus perros y sus personas mayores; en sus rostros no hay más que incredulidad y miedo: «No puede ser que justo hoy haya temblado de este modo», dicen las miradas de unos y de otros. Pero así es. Lo corroboras al ver el rostro pálido de la anciana (pálido como el tuyo), ese que tan difícilmente se trastoca; lo corroboras al ver el sangoloteo del animal; al oír cómo ya van para algún lado las patrullas, las ambulancias, los helicópteros que sobrevuelan. Jamás oíste la alarma sísmica, esa no sonó ninguna de las dos veces; tampoco sonó un par de horas antes en el simulacro magno que en otros lados de la ciudad se había hecho ya, puta madre, como si fuera una broma oscurísíma de un dios muy pasado de verga. En el celular ya te preguntan cómo estás, primero tu hermana, luego quién sabe quién, y la batería del teléfono apenas te da chance de contestar que a salvo. Minutos después, no muchos después, reflexionas aterrorizado, vuelven los tres a la vecindad porque la vieja ya no quiere ver lo que apenas puede ver, porque quiere sentarse en su sillón frente a su puerta, tranquila, y olvidarse (abrutamente y de sopetón, como el sismo) de lo que ha pasado. Así que caminan juntos por el pasillo que los conduce a su casita, con el perro atrás, y se sientan en la modesta sala. Ay, hijo, te gritaba para que salieras, te dice, y tú le dices que no la oíste, y que precisamente ya ibas de salida cuando te agarró el temblor, que solo te faltaba ponerte las botas. Ella alcanza a sonreír, más del susto que por otra cosa, y tú te alegras por estar ahí con ella, quien te ofrece algo de comer, como siempre te lo ha ofrecido. Te levantas para abrazarla, le dices que todo está bien, y quieres llorar pero solo la abrazas para hacerte el fuerte pues dentro de ti, como dentro de ella, todavía tiembla.
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