El albergue

Para Pamela

Sabía que terminaría regalando mi chamarra y enamorándome.
Sabía exactamente cómo.
Lo que no sabía era por qué lo sabía.
Quizá porque no podía suceder otra cosa en el albergue hacia el que me dirigía por aquella calle solitaria, oscura, encharcada, por la que se escuchaban con claridad las ambulancias que me espantaron con sus sirenas (por aquello de que parecían alarmas sísmicas), y por la que caminaría horas después junto a ella, hacia la casa de su novio.
Estaría chingón llegar ahí y enamorarme de mi compañera voluntaria, si es que tengo una, pensé en el metro mientras iba hacia allá leyendo Amaranta o el corazón de la noche, de Eusebio Ruvalcaba, un libro que invita sobre todo a enamorarse sin freno, que es la única forma que conozco para enamorarse (así diría él). Cuánto extraño a mi profe, pensé también mientras lo leía y mientras me aliviaban sus palabras tras estos días en extremo aciagos, en extremo atemorizantes; su voz sigue aquí en mi alma, en mi memoria; es inmortal, indestructible, y pensé en eso pues Amaranta o el corazón de la noche es, son, las historias de un hombre que se enamora de las mujeres, repito, de la única forma que es posible amar: una forma ciega e impredecible.
Ya me habían explicado lo que tenía que hacer cuando ella llegó.
Ya me había yo decepcionado un poco del tufo de superioridad moral de algunos de los organizadores, y ya me había preguntado qué demonios hacía yo ahí.
Sonriente, en aquél recoveco oscuro de un pedazo de estacionamiento ella no hizo sino irradiar una luz poderosísima que todos vieron. Luego me la presentaron, pero su nombre se me esfumó entre sus ojos verdes (¿o eran azules?), y en sus labios rosas. O en su cabellera lacia y rubia. Sobre todo en su sonrisa, que además de impecable era una celebración de la vida. Un vive, mira, la vida es maravillosa. O quizá deba decir que lo olvidé entre su espontaneidad y ligereza, entre su buen humor y compromiso, entre su respetuosa y firme forma de ser. Entre todo aquello que hacía que su nombre fuera lo de menos.
Ella también olvidó mi nombre, por supuesto, pero como en escena de película romántica el uno le preguntó al otro al mismo tiempo un «Oye, ¿cómo me dijiste… que te llamabas?»
Con que aquí es cuando me enamoro, pensé.
Ella de inmediato se mostró afable y dispuesta a ayudar. Debo decir, sin embargo, que por mis prejuicios me pareció un poco fresa al principio. Se lo hice saber después, mientras disfrutábamos de un café sentados ahí, en el comedor en el que compartimos otros cafés y una intensa charla con Jorge.
Jorge tiene 58 años y desde hace diez vive en la calle, luego de que se separó de su esposa.
Lo primero que Jorge hace al verme es decir: Ah, te gusta Lars Ulrich.
Sí, le digo.
Lo primero que ella hace es ofrecerle un café a él, algo de comida, pedirle que tome asiento.
¿Dónde te agarró el sismo?, le pregunto a Jorge.
Estaba a punto de entrar a cirugía cuando todo empezó a moverse, me dice, y con sus largos brazos imita el moviento de la camilla y de las paredes del hospital que hay enfrente de este lugar.
¿De qué te iban a operar?
Me iban a amputar un dedo del pie.
La mirada de Jorge, que es enturbiada y dispersa, se clava de pronto en un sitio indefinido. Su mirada también es cansada y amigable. Como su voz, que proviene de una boca con un solo diente. Alrededor el silencio enmarcaba la dureza de aquella confesión.
Jorge ha estado aquí siempre, estas personas han estado aquí siempre, comento con ella después, y parece que es hasta ahora que nos hemos dado cuenta, que ha sido necesaria una tragedia para verlo. Para hacer algo, para que los ayudemos, le dije y ella estuvo de acuerdo. Nosotros y nuestra oportunista solidaridad, pensé también mientras la miraba lo más fijo que podía, pero mejor ya no dije nada.
Imaginé por qué, pero de todas formas le pregunté a Jorge a qué se debía la amputación.
Diabetes.
Eso dijo, seco, concreto, y dio un sorbo a su café.
Quienes estaban encargados del albergue parecían no muy contentos de que uno platicara un poco con estos afectados permanentes.
Hay que estar muy atentos, chicos, por si viene alguien y quiere algo de cenar…, dijo una mujer.
Jorge escuchaba aquellas palabras con sus labios pegados al vaso de unicel, y cuando la mujer se retiró unos pasos, me dijo:
Siéntate, vamos a platicar. Aquí no hay nada qué hacer.
Era cierto.
Ella, mi compañera, también se sentó junto a nosotros y entonces platicamos los tres. Era también su perfume, era su forma de caminar, era su forma de sentarse lo que me tenían lo suficientemente apendejado, aunque traté de disimularlo conforme la charla transcurría por diversos derroteros, desde dónde se resguardaba Jorge en la calle hasta ciertas películas, la música, la inseguridad.
El sismo.
Yo los escuchaba conversar. Era un deleite la atención que uno le brindaba al otro.
Eres una gran persona, le dijo de pronto Jorge a ella, y no me quedó más que secundarlo. Pero inmune a la autocomplacencia, la respuesta de ella no la vi venir:
No, la gran persona eres tú, le dijo a él.
Y yo pensé: Sí, con que aquí es cuando me enamoro.
Fue que quise abrazarla. Besarla. Tener su cuerpo mucho más cerca de lo que la banca en la que estábamos sentados permitía. Ahora pienso que soy un maldito enamoradizo -y un perverso bastardo que piensa eso de una desconocida-, al que le urge crear su objeto de adoración. Pero en ese instante estaba seguro de que ella era a quien yo debía venerar por siempre, aunque en cada una de sus palabras me dijera: no soy una diosa, soy una mujer de carne y hueso, tengo errores, soy humana y por eso te resulto tan maravillosa.
Me acabo de enamorar de ti, quise decirle, pero soy un cobarde y mejor me fui al baño. Cuando regresé ella me dijo que Jorge requería de unos centavos y sobre todo de una chamarra.
Pensé: con que aquí es cuando regalo mi chamarra.
Él había ido a fumarse un cigarro.
Cuando regresó con nosotros se la di, aunque sabía que le quedaría un poco corta. Aquella chamarra recién la había adquirido y en la espalda tenía un estampado de Metallica, mi banda favorita, como le dije a Jorge cuando me preguntó qué grupo me gustaba más. Fue un honor dársela. Vaya hombre. Me sentí tan bien de estar ahí junto a él, junto a ambos, y fue tan terrible saber que en poco tiempo todo eso se terminaría… por lo que mejor disfruté cada segundo que platicamos, cada segundo que hicimos lo que teníamos que hacer en ese albergue.
Hasta que se terminó.
Jorge ya dormía en uno de los catres que quitarían pocas horas después. Fue por eso que ella también le regaló una chamarra (por la que corrió hasta su casa, no muy lejos de ahí, sola, en una madruagada fría y peligrosa como lo son las madrugadas en esta ciudad).
Sobre todo ella era valiente. Era, en efecto, una gran persona.
Nos fuimos sin despedirnos de él.
Salimos y caminamos por la calle por la que había llegado. Nos despedimos en la entrada del edificio donde vive su novio.
Me acabo de enamorar de ti, quise decirle, pero soy un cobarde y mejor me fui hacia el metro en silencio, pensando que era lo mejor que podía hacer.

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