Yustín

Discúlpame, por favor, me conmuevo con facilidad, dijo él, al borde del llanto. Estaban sentados uno junto al otro, en otro borde, el de la cama. En el oscuro hotel. Y en medio de ellos, sobre el único y resquebrajado taburete, una botella de burbón. Y junto a la botella, un cenicero. No estaba repleto de colillas. Estaba limpio. Momentos antes él se acercó en su automóvil (en realidad el automóvil de su padre, un modelo que estaba a punto de cumplir treinta años. Los mismos que él), se acercó hacia donde estaba ella, parada en la esquina de siempre, a la hora de siempre, con el atuendo de siempre: sombrero vaquero, gafas de chica estudiosa de la secu, y un estruendoso bikini. El cabello dorado (y rizado) casi hasta los glúteos. La miró a lo lejos, semidesnuda pese al frío de la tempranera noche (las diez de la noche), como si en efecto estuviera en Acapulco gozando del sol y no sufriendo el aire helado y la luna citadinos; la vio a lo lejos, pues, con aquellos tacones enormes que hacían juego con el traje de baño. Así era más alta todavía. Mucho más alta que él. En cuanto se detuvo frente a ella, con la música a volumen moderado, la enorme mujer se acercó a la ventana del copiloto y, sin que le permitiera decir su habituado discurso, él le dijo: Sube, por favor. Pero ella no se subió y dijo, sonriente, su discurso, que incluía tarifas. Está bien, dijo él. Dentro del vehículo sonaba una estación de baladas pop. Ella dijo: Ponte algo más movido. Él dijo: Le cambias con este, y con su dedo índice puchó el botón. Luego él dio un par de tragos a la botella, que recién había abierto, y se la ofreció a ella, quien dijo: Bueno, hace frío, y dio un largo trago. El oscuro hotel no estaba muy lejos de allí. Era verdaderamente oscuro. Cada que pasaba por ahí, de noche como en ese momento, él miraba a las mujeres que se posaban en la entrada: gordas, viejas, feas. Eso pensaba él. Y le atemorizaban. Pero lo que verdaderamente le asustaba era el hotel. Sus instalaciones sin luz. Si así es por fuera, pensaba, cómo será por dentro. Y entonces se decía: Un día entraré, no sé cómo, pero entraré. Y eligió ese momento: el día, la noche antes de su cumpleaños. Compró la botella tan pronto salió de su empleo (sí, un empleo de mierda), dejó sus cosas en su vivienda (también de mierda), se montó al auto que su padre (un buen tipo) le había prestado hacía varios días, y se lanzó por Yustín (así dijo ella que se llamaba) casi sin pensarlo. También la había visto antes, por la misma avenida, y le causaba la misma o mayor fascinación que el oscuro hotel al que llegaron pronto. Ella dijo: Tenía mucho que no venía a este. Se le miraba despreocupada, sonriente. Él, en cambio, muy nervioso dio un trago largo al pisto antes de decir: Entremos, para luego abrir la puerta del auto (el oscuro hotel no era un motel, y tenía que dejarlo ahí estacionado, en la oscura calle), bajar con su acompañante y rentar una habitación. Dentro no estaba tan mal. La recepción la atendía una pequeña viejecita que él de inmediato relacionó con su señora madre, por lo que le dio una generosa propina que la mujer no le solicitó. El oscuro hotel, entonces, era como cualquier otro. Acaso la habitación era muy pequeña, pero por lo demás todo igual: colores verde pastel, alfombra roja -ya negra, por el uso-, las ventanas del exterior en el exterior, aroma a sabrá Dios qué. Tan pronto entraron al cuartito, él (Sigifredo era su nombre) dio un largo trago al burbón. Ella dijo: Tu tiempo corre a partir de ahora, y se sentó al borde de la cama para, acto seguido, quitarse la parte superior del bikini. Él la miró, atento. No cabía duda, la conocía. La conocía muy bien. Eso pensó él en su naciente pero vigorosa embriaguez, y le dijo: Yustín, te me figuras un montón a un amigo de la secu, a uno al que le decíamos el… ah, ya no me acuerdo, pero lo quería mucho, dijo Sigifredo, y bebió. Yustín no dijo nada y continuó desnudándose. Te pareces muchísimo, continuó él, y se sentó junto a ella arrastrando el resquebrajado taburete frente a ambos, sin tirar el cenicero que estaba ahí dispuesto, limpio, y colocó ahí la botella. Ella la tomó y bebió. Luego dijo, con su voz más dulce: ¿Qué tal que soy yo, cariño?, y abrazó a Sigifredo, con el torso de enormes tetas desnudo. Él no pudo sino ensimismarse un momento, al borde del llanto. ¿Qué te pasa?, dijo ella. Él dijo: Discúlpame, por favor, me conmuevo con facilidad.

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