Los policías

Josué Augusto abordó el tren casi a la medianoche. Se había tomado tres rones: el punto justo de embriaguez que podía controlar y que había identificado hacía tiempo; un momento, el de los tres rones, en el que las bondades del alcohol se manifestaban con toda su fuerza, pero que ya bordeaban las zonas negras del alma que Josué Augusto prefería evitar. Se sentó entonces en medio de la fila de asientos plateados, gélidos, y se colocó bien la bufanda y el gorro que le cubría las orejas. Cerró los ojos; el viaje así se pasaría, sabía él, en un literal pestañeo. Un hombre que estaba sentado muy cerca percibió el ligero tufo de los tragos que Josué Augusto había bebido, por lo que decidió alejarse unos cuantos lugares. En la siguiente estación abordaron los jóvenes. Eran cuatro: dos mujeres y dos hombres. Venían cotorreando a gusto, de alguna fiesta, pensó Josué Augusto, y los miró destapar una cerveza enlatada de casi medio litro. Los observó beberla con desparpajo, sin preocuparse por el resto de los pasajeros, como solían hacer otros noctámbulos a esas horas en aquel tren: beber sin inhibiciones, hasta en confianza. En este punto de su vida Josué Augusto ya no bebía acompañado por nadie; solía sentarse solo en las cantinas o comprarse un frasco y degustarlo en casa, escuchando un disco o viendo una película. En eso pensaba ahora este hombre que también iba enfundado en una gruesísima chamarra que tenía con él un montón de tiempo, cuando atisbó a lo lejos del vagón a un par de policías que caminaban hacia donde estaban él y aquellos jóvenes, quienes, por su parte y por estar alegremente conversando y disfrutando de la vida, ni se habían percatado del peligro. Josué Augusto vio a los dos gendarmes a la distancia, un hombre y una mujer, cada vez más cerca, saboreándose la presa que estaban a punto de degustar. Josué Augusto no lo pensó mucho más: se anticipó a los predadores de un salto, y le arrebató la chela a uno de los jóvenes. Luego le dio un enorme trago. Los policías se detuvieron en seco al ver esto. Josué Augusto bebió todo el contenido de la lata, y luego la aplastó con la mano que la sostenía. Fue que se miraron a los ojos.

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