Se extendió cuan largo era y de forma vertical sobre la banqueta; a sus pies había un charco cuyas aguas verdosas se desplazaban hacia alguna coladera, hacia algún abismo, siempre hacia abajo, arrasando consigo, entre basura y desperdicios, una hoja tan triste y solitaria como él. Y no había sombra alguna que lo protegiera, y apenas alcanzaba a cubrirse del sol con ambos brazos, sin abrir los ojos, con su cabeza recargada en una pequeña mochila; y su gesto era el del sufrimiento más atroz, el de aquel que lo mantenía tirado, con la gente esquivándolo, pasándole por encima; y los autos, en la avenida, a toda velocidad, gritándole improperios, mentándole la madre sin mayor razón que la de estar acostado en el suelo que es el suelo de todos. Pero nada era tan grave como aquello que lo mantenía así, postrado ante el concreto, desde hacía una, dos, tres horas, o sabrá Dios desde cuándo; a su lado alguien había puesto ya una bolsa con comida en recipientes de unicel y una botella con agua que quizá lo alivianarían un poco para el momento en que decidiera levantarse.
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