El Bobi (†) era el perro de mi abuelita. Un cocker blanco y negro, grande para su raza, al que teníamos terror mi hermana menor y yo cuando éramos niños. Nos perseguía y ladraba cada que alguien osaba abrir la puerta trasera, que daba al patio donde vivió encerrado quince años. Solo lo toqué un par de veces: la primera, cuando estaba en aquel cuarto donde estaba esa puerta, acostado en la cama que había ahí, y de pronto la puerta, sin más, se abrió y el perro entró y, sin más, el animal se abalanzó sobre mí. Recibí al perro, acostado como estaba, y con ambos brazos detuve sus patas delanteras para que ninguna de sus tarascadas pudiera desmadrarme (más) el rostro. Entonces le pateé los huevos y el perro salió chillando por la puerta por la que un momento antes había ingresado. La segunda vez que lo toqué fue tiempo después de aquella primera, cuando decidí, haciendo uso de mis propios huevos, acariciarlo. Uno podía ver al perro a través de una pequeña ventana: estaba ahí, en aquel patio, a veces tomando el sol, a veces dentro de su casita horrenda hecha con resabios de madera, y el perro te veía y se acercaba a la ventana, ahí sí, inofensivo. Entonces uno podía estirar o no la mano y tocarle la punta de la nariz (aunque, ahora que recuerdo, de ese modo, una vez, mi hermana mayor recibió una mordida del Bobi en la nariz…). Aquel día, pues, estiré la mano y lo toqué y fue el triunfo más grande de mi vida: acariciar a un perro que antes quiso asesinarme.
Luego otro perro al que quise mucho, y que se llamaba Güero, callejero, quizá un poco más grande que el Bobi o del mismo tamaño, me mordió el rostro, el labio (donde ya no me creció la barba). Fue uno de los días más tristes de mi vida.
Así que los perros y yo hemos tenido una relación absoluta. De miedo, de terror, de amor, de odio, de compasión, de entendimiento, de ternura… no concibo ya mi vida sin ellos. Hasta que inicié mi adultez pude tener (como tal ser dueño de) uno. A Lady (†), a quien mis hermanas y yo adoptamos siendo un poco más grandes que cuando el Bobi, pero todavía jóvenes e irresponsables, la rescaté del abandono para luego unirla a Tito, con quien tuvo una hija, Roma. Los tres eran perros pequeños (en esa época surgió ese término de perrajo, el cual recupero acá, y que aplica a todo cuadrúpedo ladrador). Después llegó Goliath, el perro que sin duda voy a querer más en mi vida, el más grande con el que he convivido hasta la fecha, y ahora, muy recientemente, Deivid, que es blanco y negro y que espero crezca igual que Goliath.
Por eso es que he armado esta galería, que como otras que ido conformando en mi breve aprendizaje fotográfico, continuará hasta que el dios de los perros me lo permita.
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